Dedicado a las almas aritistas...
Contradicciones de Joaquín
Es
una tarde que abriga al punto. El sol
calienta la calle, los árboles ahora
lucen frondosos, los carros pasan a media velocidad, y su sonrisa radiante.
Joaquín se ha levantado pensando en que la fama no lo destruirá más. El
“elixir” de la vida llamado fama, al principio, lo recibía entre los brazos y
alimentaba su ego, después el ego se indigestó. Pero ya no le importa.
Sale
presuroso del cuarto, baja las escaleras, pasa por la sala, corre unos pasos y
llega a la cocina. “Buenos días, mi amor”, le dice al oído. Luna fríe unos
plátanos: el médico le recomendó que le diera plátanos a Joaquín por la mayor
cantidad de potasio, bueno para la cabeza.
¾Si el día amanece como en una selva
tropical, con el cantar de los pericos, el agua tibia y la sonrisa de Luna, es
signo de lucidez¾dice animado, botando románticamente
los brazos hacia los costados, como esos viejos poetas juglares.
¾Siéntate, ya serviré¾ le dice con naturalidad aparente,
pero, en el fondo, sorprendida por la actitud de Joaquín, Luna.
--Déjame recitarte algo, mi amor, y se
aparta de salto del camino:
“Solo aquel cuya radiante lira
haya tañido en la sombra
podrá seguir mirando adelante
y recobrar su infinita alabanza.
Solo quien haya comido
amapolas con los muertos
descubrirá para siempre sus acordes armoniosos.
No obstante, la imagen en el estanque suele desvanecerse:
conoce y permanece en paz.
En el seno del mundo dual
todos los sonidos terminan
entremezclándose eternamente”.
--Eso quiere decir que luego de una gran
locura viene una época de gran lucidez, será
espléndido: es la teoría de los opuestos, mi amor--dice Joaquín finalizando su
presentación, y ella le da una sonrisa fingida: solo mueve los músculos de la
cara a la posición de sonrisa y voltea, con los plátanos en un plato.
--¡Hoy saldremos a bailar, iremos a
caminar, a correr, al cine, a un concierto! ¡Qué bien!--dice Joaquín, con buen ánimo, sirviendo
el jugo en un par de vasos.
--¿Estás bien, mi amor? Mira que ya estás
haciendo muchas cosas estos días--habla por fin Luna-- ¿Has tomado tus pastillas?
--No, pero esos días ya pasaron: ahora
viene una etapa de lucidez como no sabes, te lo aseguro, Luna.
--Creo que debes volver a tomarlas: la
locura ya no te funciona para pintar como me decías cuando nos conocimos.
--¿De donde sacaste ese poema?--agrega Luna mirándolo a los ojos con esperanza
amor y temor, Luna.
--Es de Rainer María Rilque. Lo encontré
en la biblioteca--responde Joaquín.
--¿En qué libro?--rebota la pregunta, Luna.
--Ah--suspira, de repente y levanta el pecho
en alto--. Lo encontré en “Sonetos de Orfeo”.
Toman el
desayuno lento, comentando un poco del libro y escuchando los descubrimientos y
ocurrencias de Joaquín: Luna tiene paciencia. Mientras, en Lima, la avenida
Javier Prado es el tráfico viviente: hay carros por doquier, el avance es lento
y el caminar es más efectivo que estar en un vehículo. Más allá, en el centro
de la cuidad, la avenida Abancay llena
de gente que viene de todas partes del país a hacer comprar, además de los
vehículos multicolores que cruzan la cuidad en todas sus direcciones. Cerca al
mar, en Miraflores, el parque Kennedy lleno de cuadros de pintura y todo tipo
de arte pintada, las parejas tienen sus primeras citas, además hay ejecutivos y
algunos muchos extranjeros tomándose fotos, caminando, comiendo, leyendo el
periódico, sentados, acariciando a los gatos y comprando dulces. Y, por fin, ya
es hora de salir de casa y comenzar el nuevo día de Joaquín.
Joaquín
se ofreció manejar el auto: él es un experto hoy, dice. Luna solo sonríe para
darle gusto. Joaquín se vistió ligero: un bléiser mora; un polo, corto de
brazos, blanco; unos jeans; y sandalias. A su lado, cansada, un poco despeinada,
pero queriéndolo, Luna, vestida con el primer jean que encontró, encajada con una chompa encima de una polera de cuello
escotado, y su habitual pelo rojizo.
Luna
comprendió hace ya algún tiempo que los laberintos mentales de Joaquín tiene
que sobrellevarlos. El doctor le dijo eso, también le dijo que si lo quería, si
quería que él sane, debía, algunas veces, complacer esas pequeñas excentricidades.
Pues, si no, al juntarse, desencadenan en psicosis. No obstante, ella lo quiere
y decidió quedarse junto a él…
--Vamos a la casa de Walter, él debe
estar allá--dice girando el timón hacía la
izquierda: la avenida Guardia Civil está despejada y tranquila, las calles de
San Borja son así--.
Llegaron
a la casa del fulano: Walter sí estaba. Los hizo pasar con un abrazo, una
sonrisa y esa voz ronca. Ya sentados en la sala, les contó que hace dos meses
había llegado de Portugal un viejo amor suyo. Ella se había casado con un “ítalo-portugués”.
Había estado a punto de casarse con ella, hace unos quince años atrás, pero,
amor que se confunde en amistad, se dieron cuenta que eran antes que todo
grandes amigos, y así se quedaron. Ella se llamaba Patty Petit.
Walter,
contagiado por el romanticismo sobre-natura de Joaquín, se paró apoyándose de
la pared comenzó su historia:
“Los días de Julio llegaron a mi casa y con él un correo
electrónico inesperado que anunciaba su llegada. La esperé en el aeropuerto con
un gran cartel que decía “Bienvenida, Patty” y la llevé a comer.
Estaba
tan linda: los años parecían no haber surtido efecto en ella. Aún conservaba el
cabello negro largo y lacio, esa figura esbelta y ese no sé qué que me hace
respirar rápido.
Desde
ese día, dos meses pasaron como el aire: ni siquiera me di cuenta. Los días se
hacían noches, y yo repartiéndome por todo Lima cumpliendo labores a tiempo
record para estar lo más rápido con ella: verla después de quince años no se
pueden desaprovechar.
Las
horas, mi enemigo; el reloj, mi mayor vigilante; los minutos, me mandaban la
amenaza de acabar; pero yo sonreía. Llegaba a un lugar con la satisfacción de
no pasarme ni un minuto de lo previsto y lo abandonaba, también, con la misma
avidez, sin darme respiro: la quería ver.
Al verla
de nuevo, a la hora que sea, porque podría ser en la mañana, tarde, o de noche,
la veía hermosa y la angustia del aprieto de los minutos pasaba: mi corazón
estaba de nuevo con ella. El cuidarla, el darle atención y el acompañarla a
hacer sus trámites, ver una película, cocinar juntos, era para mí un placer:
era una oportunidad más para conocerla. A veces nos quedábamos horas de horas
hablando por el teléfono, como si fuésemos adolescentes enamorados. Al día
siguiente, de nuevo la misma rutina, a partir de las seis de la mañana, daba
inicio. ¡Qué vida!
Esta
mañana, a las seis de la mañana, se fue de Lima. Regresó a Portugal con el
“ítalo-portugués”. Ya no sé hasta cuándo la volveré a ver…--se agarra la cabeza, mira abajo,
Walter; y la pareja se compadece--, no obstante… el sueño me jugó una
mala pasada: desperté a las nueve de la mañana”.
Joaquín
y Walter miran y echan una carcajada por
lo melodramático que puede ser el destino. Luego, se toman un café (tres
cucharaditas de azúcar), se estrechan las manos, se prometen volver a verse
pronto y parten a rumbos desconocidos: el día continúa su marcha.
Joaquín,
ya en el carro, ha puesto algunas canciones de Manolo Galván y canta a todo
pulmón: “el mundo no entiendo de flores, el mundo no entiende de nada, el mundo
es un pobre poema que solo recita el alma”. Luna, a su lado, viendo, triste de
su desventura y atada por el amor, el caminar de los niños, las imágenes en
movimiento, los aros envolventes de las llantas de los autos.
Ese día
fueron juntos --a pedido de Joaquín-- a ver una película sobre fantasmas, a comprar muchas
ofertas, porque “era el día de las ofertas y los juguetes”, le dijo; a un
concierto electro calet para ver cómo
muchos se pierden en el sumergir del éxtasis; y, para finalizar, era preciso
grabar ese día en la memoria y una imagen fotográfica.
Joaquín,
ya en el estudio fotográfico, le pidió a Luna que se tome la mejor foto de su
vida, que pose con la mejor sonrisa que le regale sus labios, que, con una
mano, tome el gran globo con cara feliz y, con la otra, al muñeco amigo del oso
Poo, y se fotografíe.
Luna--mujer que años antes deslumbraba de
actitud y la sensualidad que destapa el pelo rojo-- ahora lucía desgastada a la sobra de
su antigua figura, con una sonrisa fingida, con molestia. La locura de un ser
querido puede quebrantar hasta la mente más inteligente, más persistente y con
más actitud. Luna posó sentada, con los juguetes en las manos y con el disgusto
de un niño que es obligado a fotografiarse para la escuela.
Joaquín--alma de artista esquizoide que actúa sin
percatarse del daño que hace--deja ver una sonrisa alegre, llena y
romántica. La locura hoy lo hace sentir el hombre que más cosas puede, el más
apuesto, el más sensual, el más lúcido, el más artista. Posó para la foto con
su mejor ángulo, los cabellos bien peinados y un salto sensual: un brinco de la
versión romántica del superhéroe que al llegar dice “¡yo, el Chapulín colorado!”.
La
pareja volvió a casa y la fama no afectó, aparentemente, el bonito día de
Joaquín: ese “elixir” de la vida, cuando no destruye y es evitado, regala
excentricidades incomprensibles. Quizás mañana se levante Joaquín con muchas
ganas de amar, de pintar, escribir un verso, recitar o salir a dar un paseo: la
esquizofrenia también lo es…
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