viernes, 29 de junio de 2012

Un episodio esquizofrénico (El Inicio) - La Sentencia


Frida gracias por entender mis contradicciones: para ti...


La sentencia

Cuando el sol oscurece, el alma se va, pero vuelve cuando los loros, las palomas y una que otra ave canta al amanecer; o cuando tomo algunas pastillas… Mi alma, mi pensamiento, mi personalidad, mi ‘yo’ cambian sin que yo lo advierta, pues luego de un momento de felicidad, risas, besos, bromas y sentirme espléndida, vienen a mí la desesperación, el no saberme yo. Este sentimiento es comparable con el estupor sin afecto que domina a un niño al ser trasladado a un ambiente extraño. Es incomprensible, lo sé…

Ahora estoy embarazada, tendré un hijo.  El otro día fui  al médico a hacerme un chequeo y me dieron  la sentencia. Me levanté radiante, como  todas las mañanas, me duche, tomé un desayuno fuerte y me sonreí al espejo. Ya en  la clínica, a unos minutos de la cita (cuatro a cinco), un raro sentimiento de angustia, culpa ¾agraria como el café sin azúcar¾ invadió mi cabeza, se metió en mi pecho. Ya todo me resultaba molesto, el tiempo se detuvo y se fue como una liebre: todo sucedía muy rápido, todo sonaba muy fuerte en mis oídos. Escuchaba los pasos de la gente en la clínica, el pasar del segundero, el molesto sonido de la respiración de la enfermera, el latir de mi corazón, la frotación de muslo que se da la señora gorda a mi costado. “Tranquila, tranquila” ¾me dije y respiré fuerte: inhalación-exhalación¾. Miré hacia todos lados, para asegurarme de que todo marchase bien (mi respiración agitada): la secretaria, que parecía un fantasma, por su vestimenta blanca, me hixo recordar al terror de las agujas que tenía desde niña. Ahora,  la maldita sacaba un lapicero negro de su bolsillo —¡un lapicero negro!—.

Creí ver a la muerte salida de su bolsillo. Ese contraste de colores tan abrupta: el negro y blanco, me volvieron loca. Ella  estaba invocando la muerte, la estaba invocando para mí. Yo solo me defendí como pude…

 La cita no se llevó a cabo en la clínica, sino en el Hospital de Salud Mental Larco Herrera, en esas mismas paredes blancas que fueron mi vida por muchos meses que parecían años, años que ya no recuerdo, ni quiero hacerlo. Lo único que recuerdo son las palabras frías, característico de esos insensibles médicos con “muchos años de experiencia’’, susurrándole a Joaquín, mi esposo:
—Señor, su esposa tiene esquizofrenia aguda: una parte de su ‘yo’ se ha descompuesto, tiene que vivir medicada por algún tiempo, hasta que se cure—dictaminó con el aburrimiento de la rutina, el psiquiatra—. En lo que respecta al niño que viene en camino, tendrá que criarlo usted y quizás sea esquizofrénico también. Los medicamentos que debe comprar son…. (ya no me interesa saber qué más siguió, o cómo se dio inicio a mi infierno).

Aún tengo en la memoria el nacimiento de Joaquín, un 24 de marzo. Yo tenía mucho dolor en el vientre, ya no podía caminar del dolor. Los doctores, tontos y que creen saberlo todo, supusieron que me estaba dando un episodio y me ataron una camisa de fuerza. Yo me resistí, lloré, les dije que por favor no me hagan eso, que estoy a punto de dar a luz, que me duele. Ellos respondían incrédulos y fanfarrones, mientras me sujetaban como un animal: “todos dicen eso, espera, mamita, tranquila esto es solo un episodio, solo una inyección y dormirás”…

Me desperté de noche, tirada sin la camisa de fuerza y sin fuerzas en mí también. Había dado a luz ya, y mi esposo me tomaba de la mano. Él estaba despierto, viéndome dormir. Me contó que me doparon y me dejaron encerrada, con la camisa de fuerza, en ese cuarto blanco. Se olvidaron de mí, pensaron que estaba bien, pero una enfermera encargada de ver que todo marche bien (luego de tomarse un café) se sorprendió al ver que mi cuarto ya no era puramente blanco: ahora estaba manchado de rojo. Yo estaba sangrando dopada: la fuente que cobijó a Joaquincito se había reventado. Por suerte, aún estaban a tiempo.

Llamaron a mi esposo (él me dijo que estaba en medio de una entrevista) y ordenaron que inmediatamente me llevaran a la clínica. Todo eso ya no importa, ya soy madre, eso recomforta.

A mi lado derecho, como un peluche, tapadito y envuelto con la colcha de clínica, estaba Joaquincito. Se parecía a todos los bebés recién nacidos que había visto en mi vida: tenía la cara de pocos amigos, estaba dormido con los ojos pequeños e hinchados, como del quién ha llorado tanto hasta quedarse sin fuerzas, pero la inocencia es tanta. Su presencia creaba una atmósfera inofensiva: él dormido tan inofensivo y pequeño;  sabiéndose no sabiéndose santo: inocente. Y, al lado, Joaquín papá viéndome vivir. Él sabe que hay momentos íntimos mamá-hijo.
¡Qué genial!, seré la primera mujer que conozca a Joaquincito. ¡Qué bien!, le enseñaré a ser libre y honesto, sin que pierda los ojos de zorro ladino que debe tener ¡Eso sí, eso sí!...(Silencio)…¡Esperen! Yo no soy la primera mujer que conoce a Joaquín. Yo no… Fueron las hijas de su madre de esas enfermeras. Ellas iniciaron mi psicosis en el pasado y ahora me quitan el honor de ser yo ¾¡yo! ¾ la primera mujer que conozca a mi hijo. Odio que me arrebaten los sentimientos únicos y originales; odio no ser la primera mujer que conoce a mi hijo. La primera impresión que causa una mujer en un niño lo marca de por vida, yo no lo marqué por vez primera. Malditas enfermeras, malditas, ahh…
¾¿Mi amor, soy la primera mujer que conoce a Joaquín?¾ le pregunto en medio del silencio.
¾Mmmm, por supuesto¾ me guiña un ojo cariñosamente.
¾¿No me mientes? ¾ replico.
¾No, Raquel¾cambia su expresión: sonríe, me mira y el corazón ya se le sale por los ojos.
¾Es hermoso, de todas maneras se tiene que llamar Joaquín¾le digo mientras le acaricio la cara al bebé.
¾¿Estás bien, mi amor?
¾Sí, por qué no habría de estarlo¾digo sin dejar de pensar: quizás piense que estoy entrando en la etapa “amanerista”: cuando exagero y creo sentimientos; y quizás también piense que pasaré a la “psicosis.
¾Te quiero, gracias por estar aquí¾le digo y lo miro a los ojos¾Acércate, te quiero dar un beso.
¾Te extrañé¾me dice, se acerca un poco, me toma la mano, me besa y me dice al oído: “Ya pasó: los médicos dicen que estás casi curada. Dicen que confundieron algunos síntomas”
¿Confundir algunos síntomas?, ¡confundir!, maldita sea: ¿confundir? Como pueden decir que “se confundieron con algunos síntomas”. Qué poca respuesta para tan grande error: me dejaron encerrada con morfina inundándome las venas, a punto de dar a luz, ¿y me dicen que se confundieron?
¾Acércate un poco más mi amor¾le digo dando un suspiro. El se acercó un tanto       más y arranqué la oreja.

sábado, 23 de junio de 2012

Contradicciones de Joaquín

Dedicado a las almas aritistas...

Contradicciones de Joaquín
           
           Es una tarde que abriga al punto. El  sol calienta la calle, los árboles  ahora lucen frondosos, los carros pasan a media velocidad, y su sonrisa radiante. Joaquín se ha levantado pensando en que la fama no lo destruirá más. El “elixir” de la vida llamado fama, al principio, lo recibía entre los brazos y alimentaba su ego, después el ego se indigestó. Pero ya no le importa.
Sale presuroso del cuarto, baja las escaleras, pasa por la sala, corre unos pasos y llega a la cocina. “Buenos días, mi amor”, le dice al oído. Luna fríe unos plátanos: el médico le recomendó que le diera plátanos a Joaquín por la mayor cantidad de potasio, bueno para la cabeza.
¾Si el día amanece como en una selva tropical, con el cantar de los pericos, el agua tibia y la sonrisa de Luna, es signo de lucidez¾dice animado, botando románticamente los brazos hacia los costados, como esos viejos poetas juglares.
¾Siéntate, ya serviré¾ le dice con naturalidad aparente, pero, en el fondo, sorprendida por la actitud de Joaquín, Luna.
--Déjame recitarte algo, mi amor, y se aparta de salto del camino:
“Solo aquel cuya radiante lira
haya tañido en la sombra
podrá seguir mirando adelante
y recobrar su infinita alabanza.
Solo quien haya comido
amapolas con los muertos
descubrirá para siempre sus acordes armoniosos.
No obstante, la imagen en el estanque suele desvanecerse:
conoce y permanece en paz.
En el seno del mundo dual
todos los sonidos terminan
entremezclándose eternamente”.

--Eso quiere decir que luego de una gran locura viene una época de gran lucidez, será espléndido: es la teoría de los opuestos, mi amor--dice Joaquín finalizando su presentación, y ella le da una sonrisa fingida: solo mueve los músculos de la cara a la posición de sonrisa y voltea, con los plátanos en un plato.
--¡Hoy saldremos a bailar, iremos a caminar, a correr, al cine, a un concierto! ¡Qué bien!--dice Joaquín, con buen ánimo, sirviendo el jugo en un par de vasos.
--¿Estás bien, mi amor? Mira que ya estás haciendo muchas cosas estos días--habla por fin Luna-- ¿Has tomado tus pastillas?
--No, pero esos días ya pasaron: ahora viene una etapa de lucidez como no sabes, te lo aseguro, Luna.
--Creo que debes volver a tomarlas: la locura ya no te funciona para pintar como me decías cuando nos conocimos.
--¿De donde sacaste ese poema?--agrega Luna mirándolo a los ojos con esperanza amor y temor, Luna.
--Es de Rainer María Rilque. Lo encontré en la biblioteca--responde Joaquín.
--¿En qué libro?--rebota la pregunta, Luna.
--Ah--suspira, de repente y levanta el pecho en alto--. Lo encontré en “Sonetos de Orfeo”.
           
Toman el desayuno lento, comentando un poco del libro y escuchando los descubrimientos y ocurrencias de Joaquín: Luna tiene paciencia. Mientras, en Lima, la avenida Javier Prado es el tráfico viviente: hay carros por doquier, el avance es lento y el caminar es más efectivo que estar en un vehículo. Más allá, en el centro de la cuidad,  la avenida Abancay llena de gente que viene de todas partes del país a hacer comprar, además de los vehículos multicolores que cruzan la cuidad en todas sus direcciones. Cerca al mar, en Miraflores, el parque Kennedy lleno de cuadros de pintura y todo tipo de arte pintada, las parejas tienen sus primeras citas, además hay ejecutivos y algunos muchos extranjeros tomándose fotos, caminando, comiendo, leyendo el periódico, sentados, acariciando a los gatos y comprando dulces. Y, por fin, ya es hora de salir de casa y comenzar el nuevo día de Joaquín.

       Joaquín se ofreció manejar el auto: él es un experto hoy, dice. Luna solo sonríe para darle gusto. Joaquín se vistió ligero: un bléiser mora; un polo, corto de brazos, blanco; unos jeans; y sandalias. A su lado, cansada, un poco despeinada, pero queriéndolo, Luna, vestida con el primer jean que encontró, encajada  con una chompa encima de una polera de cuello escotado, y su habitual pelo rojizo.
      Luna comprendió hace ya algún tiempo que los laberintos mentales de Joaquín tiene que sobrellevarlos. El doctor le dijo eso, también le dijo que si lo quería, si quería que él sane, debía, algunas veces, complacer esas pequeñas excentricidades. Pues, si no, al juntarse, desencadenan en psicosis. No obstante, ella lo quiere y decidió quedarse junto a él…

--Vamos a la casa de Walter, él debe estar allá--dice girando el timón hacía la izquierda: la avenida Guardia Civil está despejada y tranquila, las calles de San Borja son así--.
             
              Llegaron a la casa del fulano: Walter sí estaba. Los hizo pasar con un abrazo, una sonrisa y esa voz ronca. Ya sentados en la sala, les contó que hace dos meses había llegado de Portugal un viejo amor suyo. Ella se había casado con un “ítalo-portugués”. Había estado a punto de casarse con ella, hace unos quince años atrás, pero, amor que se confunde en amistad, se dieron cuenta que eran antes que todo grandes amigos, y así se quedaron. Ella se llamaba Patty Petit.
            
          Walter, contagiado por el romanticismo sobre-natura de Joaquín, se paró apoyándose de la pared comenzó su historia:
Los días de Julio llegaron a mi casa y con él un correo electrónico inesperado que anunciaba su llegada. La esperé en el aeropuerto con un gran cartel que decía “Bienvenida, Patty” y la llevé a comer. 
Estaba tan linda: los años parecían no haber surtido efecto en ella. Aún conservaba el cabello negro largo y lacio, esa figura esbelta y ese no sé qué que me hace respirar rápido.
Desde ese día, dos meses pasaron como el aire: ni siquiera me di cuenta. Los días se hacían noches, y yo repartiéndome por todo Lima cumpliendo labores a tiempo record para estar lo más rápido con ella: verla después de quince años no se pueden desaprovechar.
Las horas, mi enemigo; el reloj, mi mayor vigilante; los minutos, me mandaban la amenaza de acabar; pero yo sonreía. Llegaba a un lugar con la satisfacción de no pasarme ni un minuto de lo previsto y lo abandonaba, también, con la misma avidez, sin darme respiro: la quería ver.
Al verla de nuevo, a la hora que sea, porque podría ser en la mañana, tarde, o de noche, la veía hermosa y la angustia del aprieto de los minutos pasaba: mi corazón estaba de nuevo con ella. El cuidarla, el darle atención y el acompañarla a hacer sus trámites, ver una película, cocinar juntos, era para mí un placer: era una oportunidad más para conocerla. A veces nos quedábamos horas de horas hablando por el teléfono, como si fuésemos adolescentes enamorados. Al día siguiente, de nuevo la misma rutina, a partir de las seis de la mañana, daba inicio. ¡Qué vida!
   
  Esta mañana, a las seis de la mañana, se fue de Lima. Regresó a Portugal con el “ítalo-portugués”. Ya no sé hasta cuándo la volveré a ver…--se agarra la cabeza, mira abajo, Walter; y la pareja se compadece--, no obstante… el sueño me jugó una mala pasada: desperté a las nueve de la mañana.   

   Joaquín y Walter  miran y echan una carcajada por lo melodramático que puede ser el destino. Luego, se toman un café (tres cucharaditas de azúcar), se estrechan las manos, se prometen volver a verse pronto y parten a rumbos desconocidos: el día continúa su marcha.

    Joaquín, ya en el carro, ha puesto algunas canciones de Manolo Galván y canta a todo pulmón: “el mundo no entiendo de flores, el mundo no entiende de nada, el mundo es un pobre poema que solo recita el alma”. Luna, a su lado, viendo, triste de su desventura y atada por el amor, el caminar de los niños, las imágenes en movimiento, los aros envolventes de las llantas de  los autos.
      Ese día fueron juntos --a pedido de Joaquín-- a ver una película sobre fantasmas, a comprar muchas ofertas, porque “era el día de las ofertas y los juguetes”, le dijo; a un concierto electro calet para ver cómo muchos se pierden en el sumergir del éxtasis; y, para finalizar, era preciso grabar ese día en la memoria y una imagen fotográfica.

      Joaquín, ya en el estudio fotográfico, le pidió a Luna que se tome la mejor foto de su vida, que pose con la mejor sonrisa que le regale sus labios, que, con una mano, tome el gran globo con cara feliz y, con la otra, al muñeco amigo del oso Poo, y se fotografíe. 

      Luna--mujer que años antes deslumbraba de actitud y la sensualidad que destapa el pelo rojo-- ahora lucía desgastada a la sobra de su antigua figura, con una sonrisa fingida, con molestia. La locura de un ser querido puede quebrantar hasta la mente más inteligente, más persistente y con más actitud. Luna posó sentada, con los juguetes en las manos y con el disgusto de un niño que es obligado a fotografiarse para la escuela.

       Joaquín--alma de artista esquizoide que actúa sin percatarse del daño que hace--deja ver una sonrisa alegre, llena y romántica. La locura hoy lo hace sentir el hombre que más cosas puede, el más apuesto, el más sensual, el más lúcido, el más artista. Posó para la foto con su mejor ángulo, los cabellos bien peinados y un salto sensual: un brinco de la versión romántica del superhéroe que al llegar dice “¡yo, el Chapulín colorado!”.      
   
       La pareja volvió a casa y la fama no afectó, aparentemente, el bonito día de Joaquín: ese “elixir” de la vida, cuando no destruye y es evitado, regala excentricidades incomprensibles. Quizás mañana se levante Joaquín con muchas ganas de amar, de pintar, escribir un verso, recitar o salir a dar un paseo: la esquizofrenia también lo es…

sábado, 9 de junio de 2012

Las Palabras Influyen


Las Palabras Influyen

La habitación blanca y el silencio son uno. El pequeño foco de 25 wats emite una luz amarilla y hay que hacer esfuerzo para ver. Julio, sentado en la cama, con los brazos sueltos, tiene la mirada extraviada. No mueve ni un músculo, solo de cuando en cuando para prender un cigarrillo. Hoy por la mañana, mientras presenciaba una charla multitudinal, escuchó decir a uno de los expositores: “Solucionar y crearte una nueva historia es más rápido y barato que tratar de modificar toda tu historia” y la idea se le quedó en la cabeza. Ya hace más de cinco horas que se sentó al borde de la cama, cerca de la mesa de noche, y perdió su mirada; ya hace más de cinco horas que esa frase le da vueltas en la cabeza con la misma intensidad con la  que la escuchó la vez primera. Por fin, luego de mucho, respira fuerte, dirige su mirar a la primera gaveta de la mesa de noche, prende un cigarrillo más y lo fuma lento, sin despegar la mirada de la mesa de noche. Estira una mano, saca una pequeña funda que envuelve un arma, la desenvaina, la  recorre por su cuerpo hasta llegar a su cabeza y dispara. Las palabras influyen en las personas…  

sábado, 2 de junio de 2012

Bellamente Extrañable (publicado en marzo)

Dedicado a mi abuelo quien tanto me enseñó del Perú, de la vida y el amor.


Bellamente Extrañable
Suena el despertador.

Es un nuevo día y yo, tan solo, deseo seguir abrigado, pero hay que seguir. Me levanto,  ducho, peleo conmigo mismo, alimento mi cuerpo, camino, me visto, corro, y todo  es lo mismo, y sigo existiendo. Mis quehaceres son tan diversos y tan iguales que una aventura sirve para mantenerme realmente vivo, una de las razones para decir que la “Vida es Bella”

Pronto partirá el bus que me lleva a rumbos que no estoy seguro. Viajaré por la selva descubriendo, redescubriendo, y visitando lugares y personas que aún no he visto, pues no hay sitio ni personas desconocidas, sino que faltan por conocer y aprender de ellas.
Por ese tiempo, era un tipo bohemio -una forma bonita y discreta de decir que soy liberal y que no me importa lo que digan de mí- que viajaba por el mundo disfrutando cada detalle. Pero que en esa travesía me perdí no pocas veces. Además considero que llevo la sangre de un artista en el cual una gota de imaginación basta para ser el creador de un mundo: el escribir me hace un pequeño dios.

--Prendo el primer cigarrillo del día. Mi compañero de desventuras, Bush, se prepara para el viaje.   
Bush, aunque las apariencias nos confundan, es un tipo de buen corazón. Antes de conocerlo admitía que los seres humanos no éramos buenos --en general--,  pero luego comprendí que el mundo está hecho de amor  --aunque esto suene risueño, irreal y hasta se podría decir que quimérico, como el de cierto pensador que defendió la libertad y la democracia por sobre todo--. Por ejemplo, miremos una hoja, una pequeña hoja cualquiera, observémosla y veremos que es una hoja en esencia. Ahora tiremos un pedazo de ella, decorémosla un poco si se nos ocurre y qué sigue siendo: una hoja. Si le hacemos cambios, adornos, decoraciones, encaletaciones y lo que se nos ocurra hacer en la hoja, seguirá siendo en esencia una hoja, entonces los seres humanos somos así. Me refiero a que estamos construidos de amor y que nos disfrazamos de con decoraciones y demás personalidades que nos caracterizan, pero somos amor, dense cuenta. Cuando conocí a Bush el tenía la fama de movido, de mala influencia. Sin embargo, cuando traté con él, vi que era un tipo con un pasado encima, pero lo que dejaba ver era a un amigo, que fácilmente crea complicidad, y desde allí, comencé a analizar a casi todas las personas con las que hablaba. Los observaba y gozaba con cada emoción que percibía, y llegué a la conclusión de que los seres humanos somos buenos en diferentes sentidos, amamos de las formas que aprendimos a amar, y nosotros mismos somos amor disfrazado. 

Ya en el bus y de madrugada, se puede sentir el olor a selva, un olor húmedo, bienhechor, reconfortante. Bush, al oler el olor a marihuana que impregnaba partes del camino, dijo con una felicidad: “¡Ya estamos en Huánuco!”. Las imágenes, que se pueden observar desde el bus en movimiento, son hermosas, se puede ver una misma imagen desde varios ángulos. Ya estamos en la ciudad, el clima está templado, no hace mucho calor, es ceja de selva.

Llegamos a la ciudad, tibia todavía. Bajamos comentando el clima, sonriendo por la satisfacción de estar ya en Huánuco.  Nos encontramos con Armando, no lo había visto hace mucho, no sabía de su vida y fue una sorpresa encontrarlo allí, que nos vino a dar la bienvenida y llevar a la casa de otro amigo, Danny.  Tomamos un desayuno caliente, y partimos hacia cualquier lugar.

Antes de todo nos faltaba una cosa que nos haría las caminatas menos pesadas y todo más agradable, pues esta es la tierra de la felicidad así que no creo que sea problema el conseguir un poco. Vamos a un parque, nos dijeron que los chicos con las bicicletas son los que hacen la transacción. Llegamos, pero solo hay uno, parado allá cerca de una banca.  Es nuestra oportunidad, no hay nada que nos pueda detener, me acerco, así de repente, sin pensar nada. “¿Tienes algo para la cabeza?”, le digo con una soltura en el cuerpo que pronto me doy cuenta que estoy fuera de mí. Lo miro fijamente a los ojos, estiro el cuello hacia atrás, la mirada se sostiene por unos segundos, el silencio entre nosotros reina, empieza a ser incómodo, el sol sube la temperatura. “No amigo, no vendo pastillas”, me responde con una mirada de inocencia. Pero, ¡qué tonto!: solo es un adolescente que juega con la bicicleta y no un abastecedor. No nos dimos por vencidos, buscamos, preguntamos, caminamos, olfateamos (buscando en las calles el olor de la yerba), y no dimos con ninguna señal.

Resignados iniciamos el recorrido en un pueblo cerca en el cual había vivido la “Perricholi”, una antigua señora de quien cuentan orgullosas las mujeres de Huánuco, su belleza destapó pasiones en cierto virrey. Antes de entrar a esa casa ya se podía percibir el olor a lujuria, el clima caliente creaba un ambiente cuasi erótico, o por lo menos esas imágenes queríamos crear. Di unos pasos más, antes de entrar, y en la parte superior de la casa museo vi una mujer --una niña mujer-- que miraba coqueta hacia nosotros. Entré esperanzado y ansioso de verla de nuevo, y allí estaba. Era la que cobraba las entradas, cuidaba, y estaba a cargo de la casa. Le pregunté si era la descendiente de la Perricholi y sonreí (era muy bella), me sonrió y se sonrojó, y respondió que no. Era una chica de cabello largo, de facciones delicadas, con curvas de las que no culpo a ese virrey de haber caído, y un discurso de la vida, y en general (también de su trabajo), grabado de memoria, pues si le pedía que me explique algo lo explicaba de una manera memorística; y, si más tarde le pedía lo mismo, respondía con las mismas palabras, exactamente, que la anterior vez --bueno, hay personas que aprenden bien las lecciones, ¿no creen?--. Mi alma ahora le pertenecía a una desconocida, que ya ni su nombre me acuerdo. Le propuso salir esa misma tarde y ella aceptó, pero me pidió que vaya montando una moto.

De vuelta a la ciudad, negocié con Danny y Bush la posibilidad de conseguir una moto para la tarde, tal vez la del hermano de Danny esté disponible. No lo  conseguí. Las motos en alquiler excedían mi pobre presupuesto de excursión y la de su hermano no estaba disponible. Sin embargo, para las tres de la tarde estábamos de vuelta al pueblo. Volvimos en un colectivo, como la primera vez, esperamos en un bar hasta que llegó con una amiga, que traía en sus brazos un bebé. Paseamos  toda la tarde: fuimos a otros pequeños pueblos (no lo dijimos, pero aún nos quedaba la esperanza que quizá allí podía haber algo de felicidad descartable), caminamos por lugares en el cual la época colonial había quedado intacta –la gente también–, y sobretodo compartimos y aprendimos un poco más de su cultura,  además conocimos un curioso zoológico, en un pequeño pueblo, como a unos cuarenta y cinco minutos de la cuidad, en donde había varios animales amazónicos, un pato, una gallina y un mono con la cola rota, también muchos animales formados por la naturaleza y coleccionados por una mente curiosa. Además, con ella hablamos un poco de su vida, de la mía, de nuestras familias, de lo hermoso que era Huánuco, el paisaje y ella. La vida con luces del sol acabaron ya.

Las noches en la selva son muy ocurrentes y llamativas que hacen de su clima algo bellamente extrañable. La Plaza de Armas llena de luces y los locales comerciales alrededor llenan de energía a los señores de la noche, los adolescentes salen a caminar por las interminables cuadras de la Plaza, pasando una y otra vez por el mismo lugar, pero conociendo y viviendo diferente en el mismo lugar. Nos encontramos con Armando, ya los cuatro subimos al segundo piso de un bar, en donde, por cosas y bromas de la vida, me pusieron “El Mesías”:
--Trajiste al indicado, Bush, trajiste al indicado, jajá--dice Armando y levanta el vaso para hacer un brindis.
--De hecho ,primo, yo nunca fallo--responde bonachonamente Bush.

 Fuimos un burdel a fueras de la cuidad que llevaba como nombre “La Maquina del Sabor”. Las putas andaban por allí, mientras mis compañeros discutían precios para su minuto triunfal --no compro sexo--, yo miraba la vida ajetreada que es ser una puta. Imagínense tomar el hacer el amor como un medio de sobrevivencia y no como la expresión de más puro sentimiento, la prostitución degenera al amor: es dar amor a cambio de dinero.  Tomé una cerveza, una más y la otra que sigue, sucedieron unos tragos y amaneció a las diez con cuarenta y siete de la mañana.

Por la noche de ese otro día, viajamos en un auto para Tingo María, era el cumpleaños de Danny y teníamos que celebrarlo. Fue un camino interesante, compré unas patitas de pollo que tenían no muy buena apariencia, veía las imágenes de la noche al movimiento vehículo, también conocía a una alfabetizadora que trabajaba en un caserío cercano. Y luego de un par de horas de viaje llegamos.

       Aquí, como en Huánuco, las noches eran festivas, pero aquí eran aún más ocurrentes. Caminamos  por la plaza principal que parecía una enorme culebra, la Plaza era delgada y larga, como tres o no sé cuántas cuadras, y Danny nos presentó a unos amigos y a una chica --con apariencia varonil--. La noche acababa de empezar. Nos paramos un rato para decidir en cual local entrar. Uno se llamaba el Jaguar, en otro se ofertaba un dos por uno y el más ocurrente decía: “Ven de caza esta noche. Aquí está la Presa”. Entramos a cazar una presa, jajá.

El local era amplio, sin sillas para sentarse, solo mucho espacio para bailar. La gente que iba llegando formaban grupos circulares con cervezas al medio, todos bailaban en círculo, pero de vez en vez alguien se lanzaba a ruedo y sacaba a bailar a una chica. Así, con el paso de la noche y subir de las copas, quedaban pocas mujeres para “cazar”, los otorongos abundan. Aún tengo el recuerdo claro que cuando una mujer quería bailar contigo te codeaba. Al principio pensé que me pedían que me fuere más allá y uno de los amigos de Danny --hecho un hombre de vida, de experiencia-- me dijo, con el siempre gracioso dejo de la selva: “esa es la presa, quiere ser cazada, sacuúudela en la pista, eres bien chupao, di”. La más persistente fue una mujer mayor. Me codeaba y miraba con sensualidad y ya me moría por invitarla a bailar. La señorita de épocas era sensual e insinuante, era de esas mujeres para las que nunca pasa la adolescencia, aún se vestía con ropas apretadas y coloridas. La invité a bailar, bailamos una canción y, de pronto, la música cambió a salsa sensual. Sentí que mi cuerpo rozaba su cuerpo, ella se acercó más y más, me sentí tan en confianza de sus años y la tomé por la cintura, le hice toda mi gama de vueltas, un redoblón y  la canción apresuraba, subí mis manos un poco hacia su espalda y, repentinamente, sentí que mis dedos se hundían en su decrépita piel, bajé mis manos a la cintura, y al poco tocó otra canción y le di las gracias. Ya no quise bailar más: era mi abuela, mis manos bailaron en su espalda vejestoria y arrugada. Tomé más cervezas, conversé con los amigos nuevos, todos eran policías recientes, y después, como anécdota, ya pasado de copas, cuando la mujer de rasgos masculinos me invitó a bailar le respondí que no estaba seguro, que nunca había bailado con un hombre, que lo sentía.

  Ya los días habían pasado rápido, la diversión y el sentimiento grabados en nuestras mentes y las imágenes en la cámara de fotos, pero nuestro pingüe presupuesto ya no existía más. Mi amigo tenía un poco de dinero suficiente para su pasaje de vuelta, pero ya  no le alcanzaba para cubrir el mío. “No importa, tengo un poco de dinero en la tarjeta de crédito”, pensé. Pero, pronto, ya no conté con nada: busque entre mi equipaje de viaje y no estaba, la había dejado en el Lima, en mi cama, qué viajero para más descuidado. Consulté con mis padres para ver alguna posibilidad que me depositen algún dinero y los resultados fueron nulos; mi madre dijo que si había decidido ir de viaje así nomás ya era problema mío y mi padre me dijo que me cuide mucho. Sin muchas esperanzas, llamé a mi abuelo y le dije su podía alojarme en su casa, allá en Pucallpa, unos días; me dijo instantáneamente que vaya, que me esperarían, que siempre soy bienvenido. Ahora el objetivo, “mí” objetivo, era llegar a Pucallpa, llegar a la tierra colorada. Negociamos la posibilidad en una agencia de buses, el pasaje era caro paro lo que teníamos, pensamos que podía ser mejor que me vaya con un camión hasta allá (pues solo me cobraría 10 soles), pero, por suerte, en la estación de autos conseguimos a un simpático gordito, con polo a rayas, que me cedió la maletera de su auto por diecisiete soles, con la condición de que si veía algún oficial me esconda entre los equipajes --ya saben eso está penado por la ley, pues los seres humanos no somos bultos, pero…, ¡NO JODAN este es un caso especial!--. Me despedí de mis amigos, sonreímos cómplicemente y partimos, ellos para Huánuco y yo hacia el oriente. El viaje fue interesante, lleno de muchas imágenes que la selva me regaló, que ciertamente ya no era ceja sino selva pura, también tuve que esconderme entre los equipaje (encima de mí) algunas veces para que la ley no pueda verme y cobrar una infracción por ello.  Lo mejor fue cuando llegamos a Pucallpa: Bajé del auto con casi todo el cuerdo adormecido, pero con una sonrisa de estar de nuevo aquí, me senté con mi equipaje en una pequeña cerca del paradero de autos y, justo cuando comencé a recordar los viejos momentos junto a mis abuelos, vi a mi abuelo a lo lejos acercándose subido en un motocar, que conducía un tipo con apariencia bohemia. Bajaron, allí estaba mi abuelo, mi tío, mis primos. Mi abuelo se llenó los ojos de lágrimas y dijo: “mi Joshe, mi Joshe, ya estás aquí”. No pude contenerme, la emoción se descargó por mis ojos, y lo nos abrazamos --lo ven, el amar es nuestra naturaleza--.Con la misma moto que vinieron, fuimos a la casa de mis abuelos, allí estaban mi abuela, mi tía y Sol Francis, una prima. La escena de reencuentro, fue genial, y tan cotidiana en mi familia. Un abrazo, palabras de ánimo, palabras que marcan el encuentro, las ganas de dar un abrazo más y --no podía faltar-- “hijo has bajado de peso, pucha, estás flaquiiito, aquí estarás bien”.

Las ganas de vivir y el amor a esta tierra caliente crecen y con él las ansias de conocer a más gente, aprender de ellos, y convencerme aún más de que los seres humanos somos amor oculto. No sé que más viva en este viaje, pero no importa: ya tengo a los míos a mi lado…