De pequeño soñé con ser un narrador de cuentos y me enamoré de las historias. Ahora, ya con más años en mi haber y un tanto de más de experiencia, comparto mis historias y anécdotas, sin que hayan perdido los toques de fábula y teatro: las historias son pequeñas realidades y yo un fabulista de realidades...
sábado, 28 de abril de 2012
sábado, 21 de abril de 2012
NADA SE ACABA CON UN TIRO
NADA SE ACABA CON UN TIRO
—No,
ya no tiene sentido— levanta la cabeza, sube un poco la
vista cansada y perdida. Se fue, se fue. Soy como un venado que vive
solamente, que está allí cumpliendo un
ciclo de vida y ya. Se fue, se fue con algún asqueroso de allá afuera. Nada
tiene sentido. Cuando me enamoré de ella le regalé una rosa negra, pues para mí
las cosas son negras o blancas. Te quiero o no te quiero. Yo elegí quererte…—dispara
apuntándose desganado a la cabeza y, en menos de lo que pueda anunciar el
reloj, la bala ha penetrado y salido y él ha caído al suelo. La gente se
amontona, llegan algunos curiosos, las personas que están cerca, la policía,
una señora que grita auxilio, otras que tapan los ojos a sus hijos para que no
vean; un carterista, aprovechando el pánico, se acerca sigiloso y roba los
últimos desgraciados billetes de la billetera; y el sol alumbra a toda luz al
desatinado que se mató en medio de la calle, en medio de la avenida Javier
Prado mientras hacía su andar cotidiano e igual, siempre iniciado a las 04.30 de
la tarde y terminado a las cinco de exactamente. Así es Daniel Belmont, un tipo
que vive (bueno vivía) economizando el tiempo, contando los minutos y
comenzando la labor indicada a la hora exacta. Se acuesta a las 10:30 de la
noche en punto y se levanta en el instante preciso en el que el segundero llega
a los sesenta segundos de la 05:59 de la madrugada; además al día se toma un café
en cinco minutos exactos, siempre después del almuerzo; y su estómago es el más
disciplinado con los horarios: a las siete de la mañana, a las doce del medio
día, y, el último, a las ocho de la noche. Sin embargo, no es un tipo que viva
apresurado, que viva con la hora (bueno vivía). Al contrario, es un sereno de
vivir, que hace las cosas sin apuro, que se da su tiempo para cada cosa, pero
siempre tan puntual y tan esquemático.
—¡Tengo
que volver a las cinco de la tarde al trabajo! —piensa Daniel,
pero al instante se da cuenta que está muerto, que ha pasado el limbo de la
vida, que ya conoce la muerte. Daniel tiene consciencia de ser Daniel, de que
irá a su trabajo, de que está muerto, pero ¡está muerto! Se levanta, siente que
poco a poco se separa de su cuerpo, su
cuerpo, y con horror ve que su cuerpo inerte y frío sangrado; ve alrededor
a la gente que llora, reza, y otros que suponen hipótesis de su muerte (¡hijos
de su madre!) y Daniel grita, grita sin comprender nada. No lo podía creer: seguía
consciente y enterado de su vida, de
sus problemas y de ella que tanto le
hizo. Él creía que jalando del gatillo y salpicando parte de sí en el pavimento
ya no tendría que pensar más; que la historia que cargaba ya no estaría más; y
hasta que se reencarnaría en un insecto. No fue así: Daniel patalea, trata de
coger su cuerpo, intenta meterse en él, nada funciona, es imposible; quiere decirle
a la gente que se largue, de evitar todo, pero no puede: nadie lo oye ni lo
escucha, ya no lo sienten, se convirtió en
una herejía, pues es una verdad que no ha encontrado su camino y quizás no lo
encuentre jamás. Se siente impotente, llora. “No, no, antes yo estaba vivo
y no quería vivir y ahora de muerto las mismas ganas me invaden.”, llora Daniel
con la fuerza de un hombre muerto de carácter fuerte que se quiebra.
El
reloj sigue su marcha. Ya las seis de la tarde, la hora del trabajo en la
oficina terminó y Daniel aún se siente responsable de estar presente y puntual
en cada lugar, aunque ya no tenga importancia presencia; y parte a casa.
Si
bien su cuerpo ya no lo acompaña más y ya no sea necesaria su presencia
espiritual en ningún lugar a una hora exacta porque simplemente no existe para
nadie; él sigue en su decepcionante marcha muerta rumbo a casa.
Su
mujer está sentada en el sillón de la pequeña sala llorando la muerte de su
esposo, llorando su desgracia, llorando la partida voluntaria de Daniel;
gritando que lo ama, que solo a él amó y amará, que sentía no habérselo dicho
antes de las 7:30 de la mañana (hora en la que Daniel se fue al trabajo); y él
llorando a su costado sin saber que hacer, ya todo lo intentó. La abrazó, pero
ella no lo sintió; le respondió todas sus quejas, pero ella no lo escucho; ya
nada funciona. Él sabe que su mujer lo quiere, que no debió matarse, que solo
hacía falta conversar, pero, pero…ya no puede.
Gabriela,
mujer de nombre sombrío que se mueve con experiencia, como quien sabe lo que
pasará en el siguiente momento, como quien ya calculó su próximo estrafalario
ademán, siempre gozando sola, quizás por eso su futuro. Sin embargo, ya no
puede vivir con la seguridad de un
marido que la cuide, a pesar de sus escandalosos encuentros con unos “amigos
del gim”, ni siquiera la seguridad económica de sustento. Ella ya no puede
vivir más del sueldo de su marido, él ya no está y, ohh azares de la vida (para
Daniel de muerte), ahora se tiene que dedicar
a trabajar y los amigos del gim ya no están. Ahora cada noche a las 6:30
de la tarde se calza las pantis negras, un vestido con ligas en la parte final
para que sea más atractivo su perfil, unos tacones elegantes que le regaló su
marido después de una reconciliación; y se pinta los labios de rojo y coloca
una rosa negra en la cartera, justo a lado del maquillaje y algunas cajas de
preservativos y sale a trabajar.
Él
sigue allí, siempre a lado de ella, o caminando por allí pero siempre puntual.
La puntualidad dejó de ser una virtud en él: ahora se convirtió una obsesión.
Va a la casa a las 6:00 de la tarde, sigue visitando baños sin saber porqué al
amanecer (a las siete de la mañana), al medio día, y, el último, a las ocho de
la noche como era costumbre. Pero ya no va tomar sus cinco minutos de café,
porque sus actividades también cambiaron. A las ocho de la mañana en punto va a
ver a sus compañeros de la oficina —que al principio
lloraron su muerte, luego ya no se acordaron de él y después alguien dijo que en verdad él era un aburrido, y sus compañeros recordaron sus defectos en
forma de debate, pero él siempre allí, siempre a la hora exacta. Luego, al
medio día con cuatro minutos (se demoró tres visitando un baño) iba
directo a su casa, pues a las doce y
treinta se despierta ella, después de un larga noche de trabajo, y él goza
verla despertarse. Acompaña toda la noche a su esposa, allí en esa esquina de
esa avenida limeña oscura donde espera a
los clientes: puede pasarle algo y él debe estar allí, quizás un delincuente
venga y la asalte, quizás alguien la quiera llevar a la fuerza, quizás vengan
unos policías y la golpeen ¡Él tiene que estar allí!, aunque su presencia no
importe, pues él solo verá sin más poder hacer nada. Él dijo que solo había
blanco o negro para él. Él la quiere y estará allí para ver que pasa con ella,
la quiere y siempre necesita verla; y cada día se arrepiente de haberse quitado
el placer de la vida.
Ella llega a cada mañana a casa y llora en el retrato de
su marido jurando que no ama a otro hombre que no sea él; y él allí, a lado, sin
poder hacer nada. Ya han pasado quince años y algunos meses desde que murió
Daniel Belmont. Ella aún sigue haciendo el ritual. De noche se olvida de que
tuvo marido y sale a la dura labor;
en las noches llega a casa y llora en el retrato de su marido, duerme hasta las
doce y treinta del día, sale a comer y espera hasta que el reloj marque las
seis de la tarde. Si algo le quedó de Daniel, el buen Daniel Belmont, fue el
tipo de amor obsesivo por la puntualidad. Y él, a lado, existiendo igual de
puntual sin saber porqué, creyendo que cuando estaba vivo no deseaba estarlo y
ahora de muerto no deseando estarlo ya.
sábado, 14 de abril de 2012
Encrucijada de San Valentín
ENCRUCIJADA DE SAN
VALENTÍN
Los primeros rayos de sol ya han salido, el fugaz
temblor nos anunció —como dicen muchos—que el amor que San Valentín lleva
estampado no existe, el tiempo anuncia que será un buen día para las ventas de peluches, chocolates, tarjetas
de saludos y una que otra cursilería que vencen por allí, y mi alma aún no se
decide qué hacer. No sé si llamarla o
no, pues quizás al escuchar mi voz tire el teléfono o simplemente me diga: “no
puedo, hoy tengo muchas cosas qué hacer, lo siento, chau”. Si la invito a salir, si le deseo un feliz
día de la amistad o…del amor, si no digo nada y permanezco impasible todo el
día de hoy. Bien analicemos. Si le
propongo salir quizás me rechace, además hoy la veré de todos modos, así que no
es necesario la invitación para verla hoy. Ahora si le deseo un feliz día sería
mucho más conveniente: sabría que mis ganas de amarla no se han ido aún, aparte
no será tan obvio como una invitación y hasta — ¿quién sabe?, puedo evitar que
dañen mi hombría, jajá—; y la última alternativa que es no saludarla, solo
verla, no hablar mucho con ella, mantenerse impasible e indiferente en el día
del amor es una tontería, pues si la saludo no tendría porque decirme que no
desea nada. Ohhhhh, es extraño, pero la idea de pasar una serie de trámites
para conquistar a alguien me agobia, me da justificación para desertar en cualquier
intento que se me presente, aunque mi padre diga que es mejor intentar que no
hacer nada y que la conquista es un arte
que se aprende, pero yo no soy ese tipo de artista (lo siento viejo).
sábado, 7 de abril de 2012
NO TODOS LOS VIERNES SON SANGRIENTOS
NO
TODOS LOS VIERNES SON SANGRIENTOS
La
noche ya no tienen más compasión, las calles están solitarias, el viento no
sopla, pero la humedad penetrar y hace frío. Uno que otro sereno merodea el
Distrito de Jesús María, pero en su ausencia solo la suerte guarda la
seguridad, alguien puede cruzarse con algún delincuente en la puerta de su casa
o llegar a salvo a su cama que espera ansiosa: la suerte ahora los tiene en el
bolsillo; ahora en Miami está dando un sol fuerte, España entra el medio día,
Israel se ha despertado de un metralletazo matutino, y en el Himalaya un monje
se conecta con la naturaleza en su solitario hogar antes de comer carne de yack.
Camilo
prometió al Señor de la casa en la que vive, el señor Walas, que volvería esa
noche, y él no le puso seguro a la puerta principal. Se apresura, camina más rápido,
tiene que llegar antes de las 5:30 de la mañana, pues a esa hora se despierta
el Señor Walas, entra la baño y abre la puerta principal, entonces se dará cuenta que no ha llegado y que no ha
puesto el seguro, que NO HA PUESTO SEGURO, ups, esta es una de las cosas que más
le molesta al Seño Walas. Camilo tendrá que llegar, sino se meterá en graves
problemas que no quiere.
Jajá,
qué bello es ser DIOS (con mayúscula
para darle énfasis). Uno puede pasarse viendo todo el mundo, solo tengo que
pensar en ello y al instante ya “estoy allí”. Oh, miren el monje se levanta,
hace una pequeña venia al viento que sopla envalentonado, se mete a la boca un
pedazo de carne de yack y emprende a caminar sin motivo, ¿qué raro a dónde irá?,
tendré que internarme en su mente. Mmm… ya veo: es hora de partir en busca del
milenario pétalo rojo de una flor desconocida que ayuda a la mente, además de
rejuvenecer el cuerpo. Le pondré algunos obstáculos, aunque ya de por sí los
tiene, el Himalaya es un lugar transitable solo para el que sabe vivir allí, y él sigue
aprendiendo. No, mejor no, que la suerte lo acompañe, me encargaré de otros
asuntos. Mejor enseñaré a Camilo, aprenderá a apreciar su vida y sus horas. ¡No les digo
que ser DIOS es lo mejor!, pues aparte de ver Todo, Todo lo puedo, incluyendo
dar lecciones de vida.
Ya
no hay más transporte público y los taxis quieren un precio exorbitante. Busca
en sus bolsillos, junta un dinero con sus amigos, “unen fuerzas”, reúnen algunos
soles, muchos céntimos y una mentita que dio Jimena alegando que colaboración es
colaboración, pero no es suficiente. Solo hay dos opciones disponibles. La primera
es esperar hasta las 6:00 de la mañana hasta que comiencen a pasar buses (pero
no, porque ya habría pasado media hora desde que el Señor Walas abrió la puerta,
eso significa meterse en problemas); y la segunda es caminar treinta cuadras en busca del mar, pues de
allí pueden tomar un colectivo, la avenida del Ejército es el objetivo al que deben llegar. Piensan
un poco y sin nada que perder, pero si muchos minutos por ganar, parten.
La
Residencial San Felipe es un laberinto, de noche los serenos pasan, vigilan,
acortan la libertad, pues es sospechoso pararse a conversar, es sospechoso
caminar de noche, es sospechoso respirar. Por eso, los serenos te escoltan y cuando les preguntas el por qué de su presencia acosadora dicen: “es por seguridad, señores,”. Bueno, qué más puedo decir, los mismos
hombres han creado un mecanismo tan exigente para su seguridad que ahora les incomoda. Yo les doy la libertad de
actuar, pero eso no me libra de intervenir.
Adelante
van Diego y Jimena; un poco más atrás, Lucia y Harold conversando del trastorno
chamanístico que existe en el Perú, son
buenos amigos, lo puedo ver; atrás
Camilo y Gabriel. Gabriel se queja del sereno que viene montando la motocicleta con las luces
azules escandalosas, “vamos a sacarle la mierda, habla”, dice agitando su
largo cabello; y Camilo: “vamos, nos meteremos en problemas, además si lo
logras, un minuto después, estarán golpeándote treinta serenos y eso duele un
poquito”. Gabriel, con la sangre cargada de frenesí, de descontrol, la prudencia ya no existe en sus venas; Camilo pendiente de la hora pero no
preocupado, pues sabe que llegara, o por lo
menos eso cree (ya son las 4:58 de la madrugada); Diego tan fresco, prende un cigarrillo, piensa una canción y le
inyecta las ganas de vivir a Lucia, que ya tantas tiene, pero las reservas
siempre son buenas.
Van a la derecha,
después a la izquierda, tuercen, corren un pasadizo oscuro y el laberinto
sigue. “Hey, hey, hey, hey”, dice rápido saliendo de la oscuridad un insolente
gordo con un arete en la oreja izquierda:
¾Ya
perdieron pe, ya perdieron—intercepta a Camilo, este lo esquiva, y sigue
caminando como si nada. Gabriel murmura. No
escuchaste, imbécil—dice con más volumen el gordo del arete con la rabia de perder en su propio
terreno.
Camilo
tiembla, Gabriel hace sonar los dientes, caminan un poco más, más aprisa, el
delincuente sigue lanzando gritos, insultos, amenazas, los está siguiendo. Gabriel
no soporta más, se muerde los labios, suspira emoción pura, voltea y dice con
una brutalidad que asusta: “¿te callas, o no te callas, imbécil? El delincuente
se indigna, alguien ha dañado su hombría,
¡su hombría!, comienza a correr, más
rápido con ganas de asesinar, de vengar, de desfogar la rabia. Parece que el
tiempo se ha detenido, que la suerte ha comenzado su traición; Diego quiere
caminar más rápido; Harold se detiene, se asusta, no sabe qué hacer y Lucia lo
vuelve a la tierra; Camilo respira rápido, camina sin mirar atrás, las manos le
sudan (el gordo ya está casi pisándoles los talones), respira más rápido,
voltea: los pasos se sienten en la nuca y no quiere mirar atrás por miedo al futuro, a
ese futuro inmediato que enfrentara, y Gabriel se lanza. El delincuente se cuadra, grita,
silba, golpea, Gabriel arremete con un puñete, el tipo esquiva el golpe, usa la
velocidad que su cuerpo ha tomado, la aprovecha, y de un cabezazo deja en el suelo
al frenético compañero. El delincuente celebra su victoria, no deja de silbar,
y gritar, y ya están corriendo al
encuentro tres más, vienen corriendo y saltando entre los arbustos chatos, diciendo “ya
te vi, ya te vi”, igual de rápido que el gordo. La desesperación los invade ya
no saben que hacer, los de adelante se han quedado petrificados, Harold y Lucia
corren hacia Camilo, pero los delincuentes ya se acercan, Gabriel se levanta,
pero un punta pie directo en el estómago lo echa de nuevo. Ahora sí, mi labor
de DIOS. Camilo tiene que tomar una decisión: defender al caído o salir
corriendo, le daré fuerzas. Los segundos son horas que pasan con el solo de la
respiración, ya todos están corriendo, solo Harold, Camilo, Gabriel y Lucia en
la escena. Camilo reta con un golpe en la cara al delincuente, le atina directo,
este responde, y casi lo tira al suelo, Harold se moviliza con un punta pié en
la pierna derecha y Gabriel, con la cara llena de sangre, aprovechando el
momento se luce, aplica una llave y desaparecen. Jimena y Diego están muy
adelante, ya no es posible alcanzarlos, pero los demás corren con el corazón en las
manos esperando contar esa noche, doblan una esquina, saltan por al anterior
(ya las 4:10 de la madrugada); Gabriel, se seca la cara con las manos y chorrea
la sangre en el pavimento, Lucía está en la inconsciencia de su cuerpo (ya las
4:12 de la madrugada). Ya no es posible que sigan juntos, hay que separarse, la
suerte determinará quién sale a salvo esta vez. Lucia, siempre valiente, sale a toda velocidad
de frente, Harold la sigue; Gabriel se pierde entre las ramas: sabe que sus
gotas de sangre son el rastro; Camilo corre desesperado hacia la derecha, salta
un arbusto, sale por un edificio, las manos le sudan, pero qué mala suerte, uno
aún sigue detrás. En su cabeza solo está el poder salir, la velocidad, el
instante, el maldito que viene detrás y ya es Viernes Santo. El tipo
embala, conoce el lugar, conoce los atajos, se mete por un edificio, cruza una
calle dobla a la derecha y sorprende a Camilo cara a cara (ya las 4:15
am). Es el momento, luchar o atenerse a lo que pueda pasar con un delincuente
rabioso delante. Camilo se asusta y lanza su puño al viento y, su peso, más la velocidad,
más la fuerza del puño, lo libran. ¡Corre, corre, corre, buen Camilo!, que
pasaste el primer obstáculo, bienvenido sean los valientes a mi reino, ya las
4:17 de la mañana. El reloj marca las 4:17 de la madrugada, tiene setenta y
tres minutos para llegar.
Camilo
no para de correr, las ganas de gritar por su hazaña y desaparecer de ese
distrito que no lleva a Jesús ni María en la madrugada, busca un teléfono público,
se siente invencible, contacta a sus camaradas, la emoción lo revitaliza, se dan
cita en un parque al instante, y otra vez ya las 4:30. Ahora sí, falta poco,
Camilo mira la hora, el reloj anuncia las 4:40 de la madrugada, tiene que
llegar a casa. El reloj anuncia las 5:01 de la mañana y todavía no llegan. Ya marca
las 5:05 am y se puede ver el mar.
La luna se está
ocultando, se va por el oeste, se sumerge en aguas saladas, el mar refleja su
luz distorsionándola a cada que se acerca a la orilla, el inicio de ese pequeño
cuadro de la luna en el mar parece inamovible, parece un atardecer con el sol
color luna, y ya las 5:08 de la madruga. Camilo, espera un colectivo, observa
el mar, prende un cigarrillo para la espera, prende otro y otro más y sigue
esperando el bus que lo llevará a casa. Ya no tiene más cigarrillos, se le fueron
como el tiempo que no perdona; ya son las 5:30 de la madrugada, el señor Walas
abrió los ojos siempre puntuales, fue al baño y abrió la puerta principal ¾ya
se dio cuenta, está en problemas¾.
Camilo logró pasar el peligro de la noche, pero no venció el tiempo, ups, falló
está vez. Eso le enseñará a llegar temprano a casa los Vienes Santos. No todos
los viernes son sangrientos. Pero, qué pasó con el monje, qué estará haciendo.
Oh…, ha hecho una parada entre un abismo y una gran roca, y come grasa de yack. Miami ya entró al oscuro de la noche, España celebra las primeras horas del nuevo día y en Israel la tarde está anaranjada. Qué divertido es este trabajo...
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