sábado, 21 de abril de 2012

NADA SE ACABA CON UN TIRO


NADA SE ACABA CON UN TIRO

No, ya no tiene sentido levanta la cabeza, sube un poco la vista cansada y perdida. Se fue, se fue. Soy como un venado que vive solamente,  que está allí cumpliendo un ciclo de vida y ya. Se fue, se fue con algún asqueroso de allá afuera. Nada tiene sentido. Cuando me enamoré de ella le regalé una rosa negra, pues para mí las cosas son negras o blancas. Te quiero o no te quiero. Yo elegí quererte…dispara apuntándose desganado a la cabeza y, en menos de lo que pueda anunciar el reloj, la bala ha penetrado y salido y él ha caído al suelo. La gente se amontona, llegan algunos curiosos, las personas que están cerca, la policía, una señora que grita auxilio, otras que tapan los ojos a sus hijos para que no vean; un carterista, aprovechando el pánico, se acerca sigiloso y roba los últimos desgraciados billetes de la billetera; y el sol alumbra a toda luz al desatinado que se mató en medio de la calle, en medio de la avenida Javier Prado mientras hacía su andar cotidiano e igual, siempre iniciado a las 04.30 de la tarde y terminado a las cinco de exactamente. Así es Daniel Belmont, un tipo que vive (bueno vivía) economizando el tiempo, contando los minutos y comenzando la labor indicada a la hora exacta. Se acuesta a las 10:30 de la noche en punto y se levanta en el instante preciso en el que el segundero llega a los sesenta segundos de la 05:59 de la madrugada; además al día se toma un café en cinco minutos exactos, siempre después del almuerzo; y su estómago es el más disciplinado con los horarios: a las siete de la mañana, a las doce del medio día, y, el último, a las ocho de la noche. Sin embargo, no es un tipo que viva apresurado, que viva con la hora (bueno vivía). Al contrario, es un sereno de vivir, que hace las cosas sin apuro, que se da su tiempo para cada cosa, pero siempre tan puntual y tan esquemático.

¡Tengo que volver a las cinco de la tarde al trabajo! piensa Daniel, pero al instante se da cuenta que está muerto, que ha pasado el limbo de la vida, que ya conoce la muerte. Daniel tiene consciencia de ser Daniel, de que irá a su trabajo, de que está muerto, pero ¡está muerto! Se levanta, siente que poco a poco se separa de su cuerpo, su cuerpo, y con horror ve que su cuerpo inerte y frío sangrado; ve alrededor a la gente que llora, reza, y otros que suponen hipótesis de su muerte (¡hijos de su madre!) y Daniel grita, grita sin comprender nada. No lo podía creer: seguía consciente y enterado de su vida,  de sus  problemas y de ella que tanto le hizo. Él creía que jalando del gatillo y salpicando parte de sí en el pavimento ya no tendría que pensar más; que la historia que cargaba ya no estaría más; y hasta que se reencarnaría en un insecto. No fue así: Daniel patalea, trata de coger su cuerpo, intenta meterse en él, nada funciona, es imposible; quiere decirle a la gente que se largue, de evitar todo, pero no puede: nadie lo oye ni lo escucha, ya no lo sienten, se convirtió en una herejía, pues es una verdad que no ha encontrado su camino y quizás no lo encuentre jamás. Se siente impotente, llora. “No, no, antes yo estaba vivo y no quería vivir y ahora de muerto las mismas ganas me invaden.”, llora Daniel con la fuerza de un hombre muerto de carácter fuerte que se quiebra.

El reloj sigue su marcha. Ya las seis de la tarde, la hora del trabajo en la oficina terminó y Daniel aún se siente responsable de estar presente y puntual en cada lugar, aunque ya no tenga importancia presencia; y parte a casa.

Si bien su cuerpo ya no lo acompaña más y ya no sea necesaria su presencia espiritual en ningún lugar a una hora exacta porque simplemente no existe para nadie; él sigue en su decepcionante marcha muerta rumbo a casa.

Su mujer está sentada en el sillón de la pequeña sala llorando la muerte de su esposo, llorando su desgracia, llorando la partida voluntaria de Daniel; gritando que lo ama, que solo a él amó y amará, que sentía no habérselo dicho antes de las 7:30 de la mañana (hora en la que Daniel se fue al trabajo); y él llorando a su costado sin saber que hacer, ya todo lo intentó. La abrazó, pero ella no lo sintió; le respondió todas sus quejas, pero ella no lo escucho; ya nada funciona. Él sabe que su mujer lo quiere, que no debió matarse, que solo hacía falta conversar, pero, pero…ya no puede.

Gabriela, mujer de nombre sombrío que se mueve con experiencia, como quien sabe lo que pasará en el siguiente momento, como quien ya calculó su próximo estrafalario ademán, siempre gozando sola, quizás por eso su futuro. Sin embargo, ya no puede vivir con la seguridad  de un marido que la cuide, a pesar de sus escandalosos encuentros con unos “amigos del gim”, ni siquiera la seguridad económica de sustento. Ella ya no puede vivir más del sueldo de su marido, él ya no está y, ohh azares de la vida (para Daniel de muerte), ahora se tiene que dedicar  a trabajar y los amigos del gim ya no están. Ahora cada noche a las 6:30 de la tarde se calza las pantis negras, un vestido con ligas en la parte final para que sea más atractivo su perfil, unos tacones elegantes que le regaló su marido después de una reconciliación; y se pinta los labios de rojo y coloca una rosa negra en la cartera, justo a lado del maquillaje y algunas cajas de preservativos y sale a trabajar.  

Él sigue allí, siempre a lado de ella, o caminando por allí pero siempre puntual. La puntualidad dejó de ser una virtud en él: ahora se convirtió una obsesión. Va a la casa a las 6:00 de la tarde, sigue visitando baños sin saber porqué al amanecer (a las siete de la mañana), al medio día, y, el último, a las ocho de la noche como era costumbre. Pero ya no va tomar sus cinco minutos de café, porque sus actividades también cambiaron. A las ocho de la mañana en punto va a ver a sus compañeros de la oficina que al principio lloraron su muerte, luego ya no se acordaron de él y después alguien  dijo que en verdad él era un aburrido, y sus compañeros recordaron sus defectos en forma de debate, pero él siempre allí, siempre a la hora exacta. Luego, al medio día con cuatro minutos (se demoró tres visitando un baño) iba directo  a su casa, pues a las doce y treinta se despierta ella, después de un larga noche de trabajo, y él goza verla despertarse. Acompaña toda la noche a su esposa, allí en esa esquina de esa avenida limeña oscura  donde espera a los clientes: puede pasarle algo y él debe estar allí, quizás un delincuente venga y la asalte, quizás alguien la quiera llevar a la fuerza, quizás vengan unos policías y la golpeen ¡Él tiene que estar allí!, aunque su presencia no importe, pues él solo verá sin más poder hacer nada. Él dijo que solo había blanco o negro para él. Él la quiere y estará allí para ver que pasa con ella, la quiere y siempre necesita verla; y cada día se arrepiente de haberse quitado el placer de la vida. 

Ella llega a cada mañana a casa y llora en el retrato de su marido jurando que no ama a otro hombre que no sea él; y él allí, a lado, sin poder hacer nada. Ya han pasado quince años y algunos meses desde que murió Daniel Belmont. Ella aún sigue haciendo el ritual. De noche se olvida de que tuvo marido y sale a la dura labor; en las noches llega a casa y llora en el retrato de su marido, duerme hasta las doce y treinta del día, sale a comer y espera hasta que el reloj marque las seis de la tarde. Si algo le quedó de Daniel, el buen Daniel Belmont, fue el tipo de amor obsesivo por la puntualidad. Y él, a lado, existiendo igual de puntual sin saber porqué, creyendo que cuando estaba vivo no deseaba estarlo y ahora de muerto no deseando estarlo ya.    

sábado, 14 de abril de 2012

Encrucijada de San Valentín


ENCRUCIJADA DE SAN VALENTÍN


Los primeros rayos de sol ya han salido, el fugaz temblor nos anunció —como dicen muchos—que el amor que San Valentín lleva estampado no existe, el tiempo anuncia que será un buen día para  las ventas de peluches, chocolates, tarjetas de saludos y una que otra cursilería que vencen por allí, y mi alma aún no se decide qué hacer. No sé  si llamarla o no, pues quizás al escuchar mi voz tire el teléfono o simplemente me diga: “no puedo, hoy tengo muchas cosas qué hacer, lo siento, chau”.       Si la invito a salir, si le deseo un feliz día de la amistad o…del amor, si no digo nada y permanezco impasible todo el día de hoy.  Bien analicemos. Si le propongo salir quizás me rechace, además hoy la veré de todos modos, así que no es necesario la invitación para verla hoy. Ahora si le deseo un feliz día sería mucho más conveniente: sabría que mis ganas de amarla no se han ido aún, aparte no será tan obvio como una invitación y hasta — ¿quién sabe?, puedo evitar que dañen mi hombría, jajá—; y la última alternativa que es no saludarla, solo verla, no hablar mucho con ella, mantenerse impasible e indiferente en el día del amor es una tontería, pues si la saludo no tendría porque decirme que no desea nada. Ohhhhh, es extraño, pero la idea de pasar una serie de trámites para conquistar a alguien me agobia, me da justificación para desertar en cualquier intento que se me presente, aunque mi padre diga que es mejor intentar que no hacer nada  y que la conquista es un arte que se aprende, pero yo no soy ese tipo de artista (lo siento viejo).

sábado, 7 de abril de 2012

NO TODOS LOS VIERNES SON SANGRIENTOS


NO TODOS LOS VIERNES SON SANGRIENTOS

La noche ya no tienen más compasión, las calles están solitarias, el viento no sopla, pero la humedad penetrar y hace frío. Uno que otro sereno merodea el Distrito de Jesús María, pero en su ausencia solo la suerte guarda la seguridad, alguien puede cruzarse con algún delincuente en la puerta de su casa o llegar a salvo a su cama que espera ansiosa: la suerte ahora los tiene en el bolsillo; ahora en Miami está dando un sol fuerte, España entra el medio día, Israel se ha despertado de un metralletazo matutino, y en el Himalaya un monje se conecta con la naturaleza en su solitario hogar antes de comer carne de yack.

Camilo prometió al Señor de la casa en la que vive, el señor Walas, que volvería esa noche, y él no le puso seguro a la puerta principal. Se apresura, camina más rápido, tiene que llegar antes de las 5:30 de la mañana, pues a esa hora se despierta el Señor Walas, entra la baño y abre la puerta principal, entonces  se dará cuenta que no ha llegado y que no ha puesto el seguro, que NO HA PUESTO SEGURO, ups, esta es una de las cosas que más le molesta al Seño Walas. Camilo tendrá que llegar, sino se meterá en graves problemas que no quiere.
           
          Jajá, qué  bello es ser DIOS (con mayúscula para darle énfasis). Uno puede pasarse viendo todo el mundo, solo tengo que pensar en ello y al instante ya “estoy allí”. Oh, miren el monje se levanta, hace una pequeña venia al viento que sopla envalentonado, se mete a la boca un pedazo de carne de yack y emprende a caminar sin motivo, ¿qué raro a dónde irá?, tendré que internarme en su mente. Mmm… ya veo: es hora de partir en busca del milenario pétalo rojo de una flor desconocida que ayuda a la mente, además de rejuvenecer el cuerpo. Le pondré algunos obstáculos, aunque ya de por sí los tiene, el Himalaya es un lugar transitable solo para el que sabe vivir allí, y él sigue aprendiendo. No, mejor no, que la suerte lo acompañe, me encargaré de otros asuntos. Mejor enseñaré a Camilo, aprenderá a apreciar su vida y sus horas. ¡No les digo que ser DIOS es lo mejor!, pues aparte de ver Todo, Todo lo puedo, incluyendo dar lecciones de vida.

Ya no hay más transporte público y los taxis quieren un precio exorbitante. Busca en sus bolsillos, junta un dinero con sus amigos, “unen fuerzas”, reúnen algunos soles, muchos céntimos y una mentita que dio Jimena alegando que colaboración es colaboración, pero no es suficiente. Solo hay dos opciones disponibles. La primera es esperar hasta las 6:00 de la mañana hasta que comiencen a pasar buses (pero no, porque ya habría pasado media hora desde que el Señor Walas abrió la puerta, eso significa meterse en problemas); y la segunda es caminar  treinta cuadras en busca del mar, pues de allí pueden tomar un colectivo, la avenida del Ejército es el objetivo al que deben llegar. Piensan un poco y sin nada que perder, pero si muchos minutos por ganar, parten.

La Residencial San Felipe es un laberinto, de noche los serenos pasan, vigilan, acortan la libertad, pues es sospechoso pararse a conversar, es sospechoso caminar de noche, es sospechoso respirar. Por eso, los serenos te escoltan y cuando les preguntas el por qué de su presencia acosadora dicen: “es por seguridad, señores,”. Bueno, qué más puedo decir, los mismos hombres han creado un mecanismo tan exigente para su seguridad que ahora les incomoda. Yo les doy la libertad de actuar, pero eso no me libra de intervenir.

Adelante van Diego y Jimena; un poco más atrás, Lucia y Harold conversando del trastorno chamanístico que existe en  el Perú, son buenos amigos, lo puedo ver;  atrás Camilo y Gabriel. Gabriel se queja del sereno que  viene montando la motocicleta con las luces azules escandalosas, “vamos a sacarle la mierda, habla”, dice agitando su largo cabello; y Camilo: “vamos, nos meteremos en problemas, además si lo logras, un minuto después, estarán golpeándote treinta serenos y eso duele un poquito”. Gabriel, con la sangre cargada de frenesí, de descontrol, la prudencia ya no existe en sus venas; Camilo pendiente de la hora pero no preocupado, pues sabe que llegara, o por lo menos eso cree (ya son las 4:58 de la madrugada); Diego tan fresco, prende un cigarrillo, piensa una canción y le inyecta las ganas de vivir a Lucia, que ya tantas tiene, pero las reservas siempre son buenas.
        
         Van a la derecha, después a la izquierda, tuercen, corren un pasadizo oscuro y el laberinto sigue. “Hey, hey, hey, hey”, dice rápido saliendo de la oscuridad un insolente gordo con un arete en la oreja izquierda:
¾Ya perdieron pe, ya perdieron—intercepta a Camilo, este lo esquiva, y sigue caminando como si nada. Gabriel murmura. No escuchaste, imbécil—dice con más volumen el gordo del arete con la rabia de perder en su propio terreno.

Camilo tiembla, Gabriel hace sonar los dientes, caminan un poco más, más aprisa, el delincuente sigue lanzando gritos, insultos, amenazas, los está siguiendo. Gabriel no soporta más, se muerde los labios, suspira emoción pura, voltea y dice con una brutalidad que asusta: “¿te callas, o no te callas, imbécil? El delincuente se indigna, alguien ha dañado su hombría, ¡su hombría!, comienza a correr, más rápido con ganas de asesinar, de vengar, de desfogar la rabia. Parece que el tiempo se ha detenido, que la suerte ha comenzado su traición; Diego quiere caminar más rápido; Harold se detiene, se asusta, no sabe qué hacer y Lucia lo vuelve a la tierra; Camilo respira rápido, camina sin mirar atrás, las manos le sudan (el gordo ya está casi pisándoles los talones), respira más rápido, voltea: los pasos se sienten en la nuca y no quiere mirar atrás por miedo al futuro, a ese futuro inmediato que enfrentara, y Gabriel se lanza. El delincuente se cuadra, grita, silba, golpea, Gabriel arremete con un puñete, el tipo esquiva el golpe, usa la velocidad que su cuerpo ha tomado, la aprovecha, y de un cabezazo deja en el suelo al frenético compañero. El delincuente celebra su victoria, no deja de silbar, y gritar, y  ya están corriendo al encuentro tres más, vienen corriendo y  saltando entre los arbustos chatos, diciendo “ya te vi, ya te vi”, igual de rápido que el gordo. La desesperación los invade ya no saben que hacer, los de adelante se han quedado petrificados, Harold y Lucia corren hacia Camilo, pero los delincuentes ya se acercan, Gabriel se levanta, pero un punta pie directo en el estómago lo echa de nuevo. Ahora sí, mi labor de DIOS. Camilo tiene que tomar una decisión: defender al caído o salir corriendo, le daré fuerzas. Los segundos son horas que pasan con el solo de la respiración, ya todos están corriendo, solo Harold, Camilo, Gabriel y Lucia en la escena. Camilo reta con un golpe en la cara al delincuente, le atina directo, este responde, y casi lo tira al suelo, Harold se moviliza con un punta pié en la pierna derecha y Gabriel, con la cara llena de sangre, aprovechando el momento se luce, aplica una llave y desaparecen. Jimena y Diego están muy adelante, ya no es posible alcanzarlos,  pero los demás corren con el corazón en las manos esperando contar esa noche, doblan una esquina, saltan por al anterior (ya las 4:10 de la madrugada); Gabriel, se seca la cara con las manos y chorrea la sangre en el pavimento, Lucía está en la inconsciencia de su cuerpo (ya las 4:12 de la madrugada). Ya no es posible que sigan juntos, hay que separarse, la suerte determinará quién sale a salvo esta vez.  Lucia, siempre valiente, sale a toda velocidad de frente, Harold la sigue; Gabriel se pierde entre las ramas: sabe que sus gotas de sangre son el rastro; Camilo corre desesperado hacia la derecha, salta un arbusto, sale por un edificio, las manos le sudan, pero qué mala suerte, uno aún sigue detrás. En su cabeza solo está el poder salir, la velocidad, el instante, el maldito que viene detrás y ya es Viernes Santo. El tipo embala, conoce el lugar, conoce los atajos, se mete por un edificio, cruza una calle dobla a la derecha  y  sorprende a Camilo cara a cara (ya las 4:15 am). Es el momento, luchar o atenerse a lo que pueda pasar con un delincuente rabioso delante. Camilo se asusta y  lanza su puño al viento y, su peso, más la velocidad, más la fuerza del puño, lo libran. ¡Corre, corre, corre, buen Camilo!, que pasaste el primer obstáculo, bienvenido sean los valientes a mi reino, ya las 4:17 de la mañana. El reloj marca las 4:17 de la madrugada, tiene setenta y tres minutos para llegar.

Camilo no para de correr, las ganas de gritar por su hazaña y desaparecer de ese distrito que no lleva a Jesús ni María en la madrugada, busca un teléfono público, se siente invencible, contacta a sus camaradas, la emoción lo revitaliza, se dan cita en un parque al instante, y otra vez ya las 4:30. Ahora sí, falta poco, Camilo mira la hora, el reloj anuncia las 4:40 de la madrugada, tiene que llegar a casa. El reloj anuncia las 5:01 de la mañana y todavía no llegan. Ya marca las 5:05 am y se puede ver el mar.

        La luna se está ocultando, se va por el oeste, se sumerge en aguas saladas, el mar refleja su luz distorsionándola a cada que se acerca a la orilla, el inicio de ese pequeño cuadro de la luna en el mar parece inamovible, parece un atardecer con el sol color luna, y ya las 5:08 de la madruga. Camilo, espera un colectivo, observa el mar, prende un cigarrillo para la espera, prende otro y otro más y sigue esperando el bus que lo llevará a casa. Ya no tiene más cigarrillos, se le fueron como el tiempo que no perdona; ya son las 5:30 de la madrugada, el señor Walas abrió los ojos siempre puntuales, fue al baño y abrió la puerta principal ¾ya se dio cuenta, está en problemas¾. Camilo logró pasar el peligro de la noche, pero no venció el tiempo, ups, falló está vez. Eso le enseñará a llegar temprano a casa los Vienes Santos. No todos los viernes son sangrientos. Pero, qué pasó con el monje, qué estará haciendo. Oh…, ha hecho una parada entre un abismo y una gran roca, y come grasa de yack.  Miami ya entró al oscuro de la noche, España celebra las primeras horas del nuevo día y en Israel la tarde está anaranjada. Qué divertido es este trabajo...