Inspirado en la fantástica
obra de Julio Verne “Viaje al Centro de la Tierra”
Buscando
nuevamente el amor en el Centro de la Tierra
No sé si me he convertido en un “Verniano”, pero sus aventuras me han envuelto. El profesor Otto Lidembrock, con sus estudios de mineralogía y su astucia para la ciencia, me hacen pensar que el viaje al Centro de la Tierra es una verdad. Muchos pueden creer que concordar con un escritor (el padre de la ciencia ficción) que vivió el futuro cien años antes que cualquiera de nosotros es inútil; sé que está en lo cierto y estoy dispuesto a comprobarlo.
Para
ese tiempo, mi matrimonio sufría una crisis emocional. El espíritu aventurero y
de escritor se me habían muerto: ejercía la carrera de leyes; debía
recuperarlo, pues, si ya me había revelado antes ante mis padres para no
estudiar esa carrera, lo podía hacer ahora con éxito. Mi esposa, mujer de
morenas pantorrillas, se había vuelto dura como el mármol, ya ni entendía mis
errores como ser humano y se ensimismaba en sus asuntos y el cuidado de Trevor,
nuestro único hijo.
Le
llamé la atención, por vez primera, por mi forma de escribir; ahora solo puedo
razonar en leyes y hacer divagaciones acerca de constituciones y problemas (con
razón que ya no se interesa en mí). En mí más que un compañero, buscó un amante
lleno de cortesía y atenciones que con palabras poetas le diga buenas noches;
ese ser dejó de existir cuando, con molestia y fatiga, comencé el estudio de
letras pequeñas y numeradas. Debí haber seguido antropología. Quizás el amor y
la felicidad eterna sea cosa de infinitas novelas y escritos, que con letras
nos deleita; en la realidad es imposible. Quizás el doctor Lidembrock, con su
incredulidad en la coincidencia al amor y la ciencia, tenga razón. Sin embargo,
no me atrevía admitir la no existencia del amor duradero entre seres humanos,
pues con quién más iba a dormir abrazado, sintiéndome protegido, con la
sensación de ser nuevamente un niño.
Con
ganas de recuperar mi matrimonio amoroso con una aventura, que de jóvenes
enamorados prometimos, le propuse a Frida salir a conocer el centro de la
Tierra, como el doctor Lidembrock siglos atrás, como cuenta Julio Verne. La
idea le pareció disparatada, me dijo: “hay Chamorro”. Solo aceptó ir cuando le
dije que se trataba de Islandia a donde debíamos partir; pensó que solo iríamos
de paseo; le hice firmar un pequeño contrato de viaje al Centro de la Tierra
que aceptó con burla. Trevor, nuestro hijo único, nos acompañaría a tan grande
aventura. Pareciese que, la idea de ver lo que Verne vio y la posibilidad de
perecer si no se lograba el cometido, le encantaban: lo vi consultando mapas,
diversos estudios acerca de la mineralogía, rutas, el nombre de la montaña: es
un aventurero como su padre.
Algunos
días después, luego de dejar a buen recado nuestros negocios y segura la casa,
partimos hacia Islandia. Desde aquí llevamos grandes cantidades de pescado
seco, machica, cancha: se conserva a pesar de los meses. Ya en Islandia, tibia
y con su gran montaña, compramos más víveres e instrumentos que nos servirían:
luces de bengala, galletas, sogas, instrumentos de escalar, etc. Frida se reía,
al principio, al vernos tan interesados, a Trevor y a mí, de comprar tantas
cosas “para viajar al Centro de la Tierra”, decía sarcástica.
Una
mañana dulce, de ensueños, de aventuras, de ampliación de mente, de ver lo
desconocido, desperté con apuro; Trevor ya estaba alistando el equipaje; Frida
aún estaba dormida. Nuestra primera parada sería una montaña, el Volcán
Snefels, que medía unos 1600 metros de alturas y cuyas cumbres yacían bañadas
con restos de lava. No alquilamos el servicio de ningún guía, pues estábamos dispuestos
a morir si no encontrábamos la felicidad y ese mundo dentro de otro mundo, por
lo menos Trevor y yo. Frida al saber que no visitaría museos, galerías donde
pueda comprar souvenirs y cosas para hacer nuevos diseños, admitió por fin que era irredimible el viaje (le recordamos
el contrato con Trevor).
La
subida fue emocionante: nos íbamos alejando de la ciudad, el aíre era más frío,
la duda invadía nuestras mentes, al saber qué iba a pasar cuando llegásemos a la cima. Trevor
subió con facilidad; Frida me ayudaba. Nos tomó casi cuatro horas trepar el
gran Snefels. El cielo era azul claro, limpio y el cráter inmenso se asomaba en
la cima. Trevor, con la agilidad propia de los jóvenes, bajó a la carrera hacia
el cráter y encontró un letrero en rúnico que tenía una inscripción: “ACNE
SUCNUSEM”. Según el libro de Verne, esta piedra indica la entrada a la chimenea
volcánica. Estábamos encaminados.
Buscamos
con la mirada alguna entrada hacia el volcán: encontramos solo una pequeña
abertura. Retiramos algunas piedras de gran dimensión; Frida sentía cansada.
Entramos con cautela a rastras; Trevor quiso entrar primero. La cueva parece
tener ampollas de escalactito, grandes cristales incrustados; cuidaba de que
Frida se encuentre bien en la oscuridad. Julio Verne había contado exactamente
lo que mis ojos presenciaban en ese momento. Trevor, siempre intrépido, como su
madre y yo, corre, corre linterna en mano hasta que: “papá, aquí hay dos
caminos”. Decidí al azar el del lado derecho: mi sentido de la intuición no
puede fallar esta vez. Caminamos duro, ya ni sé cuanto. Recuerdo claramente,
como si fuese ayer, que Frida me repetía que estaba cansada; esta vez era
Trevor, con ese ánimo de acero, que le decía que siga y avance.
El
día y la noche desaparecieron, aquí dentro del volcán no hay luces, a excepción
el de la linterna. Perdidos y cansados, vagamos por túneles oscuros con
minerales incrustados. Hicimos un par de paradas para poder comer galletas y machica
con leche de soya y un poco de cancha para poder mantenernos en pie. Creo que
mi sentido de la intuición falló nuevamente. Siempre me repetiste, Frida, que
sea valiente, que tenga carácter: no dejé que notarás mi miedo; por el
contrario hablé emocionado sobre lo que nos esperaba allá más adentro, hablé
cada palabra como si ya todo lo tenía previsto; sé que no me refutaron por
respeto y por tener la remota esperanza de que sea cierto. Quizás Trevor y tú
piensen ahora que moriremos de inanición y sed en una cueva desconocida luego
de que se agoten las provisiones; quizás piensen que no volverán y ya no verán
más a sus amigos y toda la familia; nadie dijo nada: sabíamos que estábamos
juntos en esto, que si moríamos, lo haríamos todos.
Llegados
a un punto notamos que el camino terminaba y una gran grieta se asomaba. Ya con
conocimientos básicos de distancia, lancé una piedra y cronometré los segundos
de caída: 45 metros de profundidad. Tomamos las cuerdas e instrumentos de
escalar y bajamos con facilidad. El ambiente huele a magnesio: eso significa
estamos en un lugar inflamable. Será mejor no usar las bengalas ahora.
Sorprendidos
llegamos a una gran mina abandonada. Frida, siempre intrépida y ansiosa de
tener resultados, encendió el generador
de la mina abandonada: nos regaló la luz. En conjunto, como familia, decidimos
abandonar la aventura por seguridad, pues era una locura seguir caminando y
adentrándose en un volcán. Trevor sugirió subir en un carro de mina; no
teníamos otra alternativa y subimos. La velocidad era normal; Trevor aceleraba
dando más bombeo al carro. Viajamos a gran velocidad por las carriles. Ya me
empezaba a preocupar si los frenos estaban bien. El aire frío se sentía en la
piel. Tú, morena bella, gritabas a todo pulmón: el miedo te sobrecogió. Era
seguro que nos estrellaríamos; por suerte, leí a Verne. Tomé un ancla de
alpinismo y, lanzándolo a las rieles, salimos volando del carro de mina. Trevor
cayo encima de ti y tú encima de mí y yo sobre las rieles: qué chistoso
momento: estábamos jugando a morir.
Caminamos
sin rumbo entre las grietas de la mina sin encontrar salida, hasta que nuestros
pasos nos llevaron hacia una chimenea volcánica llena de rubíes y esmeraldas
incrustados en la pared. A ti se te ocurrió hacer un nuevo negocio con
adhesiones de piedras preciosas a las prendas. Era hermoso ver todas esas
piedras preciosas y brillantes. Llenamos cuanto pudimos en las maletas. Somos
ricos, somos ricos nuevamente, gritabas y un sonido seco paró nuestra
felicidad. El suelo que pisábamos era
moscovita: silicato de formación delgada. De repente, Trevor, comenzó a
gritar pidiendo auxilio: el suelo se partió y el abismo de la chimenea nos
saludaba. No dudé ni un segundo en lanzarme al abismo y cogerte de la mano para
que también caigas conmigo: el doctor Lidembrock también cayó metros infinitos.
Caímos, caímos con ahínco. Tú gritabas, Trevor también: no se esperaban esto.
Yo les decía fuerte: “¡no desesperen, esto está planeado!”; entre los dos me
llamaron loco (con mucha razón). Caímos un aproximado de veinte minutos: los
cronometré. Sabía que, después de un momento, encontraríamos gotas de agua
flotando en el aire y nos adentraríamos en un tobogán. Les expliqué las teorías
de Julio Verne, hasta hablamos de tu madre. Efectivamente, llegada cierta
altura de caída, comenzamos a sentir gotas de agua que flotaban en el aire con
nosotros y caímos en una gran posa. El
agua se me metió por la nariz y la boca. Fue un momento horrible: sentí que
moriría, recordé la sensación de ahogo en medio del río Ucayali de mi niñez. Ya
no te vi, Frida; tampoco a ti, Trevor. La consciencia ya no me acompañaba, solo
visiones de agua. Desperté minutos después, lleno de susto, en la orilla:
gracias por salvarme, mi amor.
Nos
abrazamos, dijimos que nunca nos dejaríamos de amar y aconsejamos a Trevor que
nos visite de ancianos. En ese momento, presenciamos un gran espectáculo en el
techo: aves prehistóricas que alumbrando volaban. Luminiscentes, volaban
amigables. Nos guiaron hasta una cueva oscura, pero la alumbraban. Los
seguimos, como locos corrimos. El amor a nuestro hijo y tu ánimo nos ayudaron a
seguir. Los pájaros ampliaron su vuelo y desaparecieron en el horizonte.
Vimos
un mar grande y rojo allá afuera. Me
quedé ensimismado: habíamos llegamos al Centro de la tierra. Un mundo al
interior de otro. El cielo era una gran capa de magma, el mar rojizo y bello.
Cómo describir ese bosque mágico y de ensueños. Las plantas eran gigantes, los
hongos inmensos, había litopodios de gran magnitud. Caminamos un poco, para
conocer lo desconocido, para ver de cerca la belleza de esa gran tierra hermosa
y prehistórica. Encontramos un gran diente de león en donde, después de darle
juntos un gran soplido, Trevor quiso colgarse de uno y volar por los aires. Las
horas se fueron rápidas en esta tierra desconocida; era increíble. El cielo era
un conjunto de rocas rojas, el mar era caliente y extraño. Tú amorosa y fuerte,
como te hice, peinabas a nuestro hijo. Queríamos que crezca valiente y
cariñoso, como nosotros. De hecho, ya estaba un poco crecido, pero, padres
amorosos que nunca dejan de ver a su hijo como su niño, aún lo engreíamos.
Hubiese
seguido caminando, jugando a descubrir más de lo mis sentidos puedan
permitirme, cuando, de repente, recordé
que, según el doctor Lidembrock, el magma que rodea el centro de la tierra la
calienta, con el pasar de las horas, hasta sobrepasar a los 95° grados; el
cuerpo humano resiste como máximo los 55 grados. La única alternativa era cruzar
el océano hasta llegar a un heisbert que nos llevaría a la superficie: todo el
recorrido ya estaba escrito en la obra maestra de Julio Verne, no había nada
que inventar.
Me
fijé bien el recorrido del viento y noté que el lugar en el que más soplaba era
a unos 30 metros de la superficie de la tierra. Necesitaríamos entonces una
gran tela que sirva como vela a nuestra balsa. Tus estudios de diseño de modas,
Frida, nos ayudaron a construir una gran tela que resistiría al viento caliente
ascendente que soplaba desde arriba. Trevor y yo, por otro lado, nos esforzamos
por construir una bien formada balsa, a base de cuerdas y troncos que
encontramos en los alrededores. Llegada la hora de la verdad, tiramos con
fuerza nuestra vela para que se elevase y podamos aprovechar la fuerza del
viento. Rápidamente, lo logramos y, cuando menos lo esperábamos, ya estábamos
navegando en ese mar rojizo lleno de incógnitas. Hasta el más creyente en su
religión quizás ahora dudaría de qué nos depararía el destino, en este mar
rojizo y peligroso, envuelto en magma.
La
comida y las diversas herramientas las habíamos perdido en la aventura; solo
nos quedaba una mochila con piedras preciosas y machica que Trevor cuidaba
celosamente. Vagamos por el mar aproximadamente tres horas. Por suerte, nunca
perdí el sentido de ubicación, pues Trevor, astuto, me regaló una brújula en
uno de mis cumpleaños: ahora solo tenemos que dirigirnos al sur para llegar al
Heisbert.
Siempre
tuve miedo a los grandes mares, pues las profundidades recónditas me hacen
pensar en seres sobrenaturales y monstros marinos. Las esperanzas de salir vivo
realmente me comenzaban a abandonar, a tal punto de sentirme un irresponsable
por haber guiado a mi familia a un paraje tan recóndito y peligroso.
En
ese momento, como alumbrado por el cielo rojizo tu Blackberry sonó: lo amé.
Tenías cobertura: recibías notificaciones del Facebook. Eso significaba que
estábamos cerca a la superficie. No dudaste un minuto revisarlas. Era Vania que
publicaba una próxima actividad y reencuentro de la gente de Fasta en Perú.
Lloramos de alegría, nos abrazamos, bailamos como escoceses locos, hasta cantamos
“Ríe Chinito” de Perota Chigó. La felicidad no duró mucho.
Bien
relata el libro de Julio Verne que, debajo de ese mar ajeno a la civilización
actual, existen especies desconocidas para los ojos humanos. Vimos aparecer,
debajo de la balsa, seres de gran tamaño que con agilidad nadaban. Nos
asustamos de sobremanera, pero ya amantes de la aventura y lo desconocido,
tomamos cada uno un palo grueso que llevamos como precaución desde la orilla.
Casi al instante, nos atacaron una especie de pirañas prehistóricas, que con
fuerza mordían. Parecían reptiles, parecían carachamas selváticas, parecían
peces carnívoros. Luchamos como locos, pegándoles con los palos para evitar ser
mordidos. Trevor tenía mucha fuerza y se defendía bien. Tú, Frida, con ese
cuerpo siempre atlético y esa fuerza que, desde que nos enamoramos, me
restregabas, golpeaste con valentía. En ese instante demoniaco y de éxtasis,
salido del mar por varias direcciones, vimos salir varias cabezas marinas que
emitían un ruido gutural: eran serpientes marinas. Ellas mordían y se tragaban
todo a su paso. Fue horrible ese momento, cómo describirlo. Las olas nos
golpeaban, estábamos hundidos en el terror, en el no saber si moriríamos en ese
instante, más aún el cielo ya no era rojo y amigable como cuando llegamos; nos
dimos cuenta de que no nos querían a nosotros: se ocupaban en matarse
mutuamente. Giramos el estribor hacia el sur para desaparecer y soltamos un
poco más las cuerdas de la vela para que la escapatoria sea más rápida: lo
logramos. Esa costura doble y par que aplicaste en la tela, Frida, soportó el
gran viento caliente ascendente que tiraba de nuestra balsa: ¡qué suerte que
estudiaste diseño de moda básica! Nuestro velero tiró del aire como cuando
sacábamos las agendas a rastras del local de Juan Tanta. A gran velocidad
huimos, llevados por el viento, de ese lugar horrendo en donde las criaturas se
devoraban entre ellas. Nuestros ojos parecían recrear, como en las películas
creadas desde una computadora, todo lo que el doctor Lidembrock, su sobrino
Acxel y el guía Hans habían vivido: gracias por devolverme el espíritu Julio
Verne.
Minutos
después una gran bola roja caía en medio del mar, la temperatura subía cada
vez. El mar adquiría un olor a nitrato, la temperatura subía a una velocidad
increíble. Las olas golpeban la balsa y la hundían, se golpeaban entre sí. Era
el final. Los recuerdos de la guitarra, de los viejos programas de radio, la
vez en la que te conocí, mi viejo amor por la selva, tu amor por la moda y tu
bondad y esa sonrisa de Trevor se me vinieron a la mente. Pareciese que el tiempo
se hubiese detenido. Te amo, Frida y a ti Trevor. Como quisiese Harold haber
visto esto.
Despertamos
horas más tarde inconscientes todos, en medio del mar que se había evaporado
por la temperatura, cogidos todavía de nuestra bien construida balsa. Estábamos
a unos cuatrocientos metros de lo que había sido la orilla. Al verlos con vida,
se me vino otra vez la lucidez a la mente y el cuerpo. Los abracé y te besé en
la boca, mi amor. Rápidamente, nos reincorporamos y comenzamos nuestro paso
nuevamente: sabíamos que nuestra estadía allí ya no era prudente.
“El
libro de Julio Verne está en lo cierto”, me dije cuando llegamos a un lugar
lleno de animales salvajes y prehistóricos: rinocerontes gigantes, elefantes de
enormes colmillos, hombres salvajes con un mazo en las manos. Nos escabullimos
por la vegetación gigante para no ser descubiertos por ningún primitivo, ni
animal: no entenderían razones. Seguimos, con ayuda de la brújula, nuestra
búsqueda del sur que nos llevaría a la superficie. Llegados a cierto punto,
chocamos con una montaña de grandes grutas. La montaña, si mi instinto no me
falla, medía unos 1000 metro de alturas y era de color rojiza.
Caminamos
un buen trecho adentrándonos en las grutas de la montaña, cuando de improvisto
nos dimos cuenta de que estábamos rodeados por plantas carnívoras. Estaban por
aquí, por allá, por doquier ¿Dónde está Frida? Trevor y yo (instinto natural
del hombre que lo hace luchar por su supervivencia) comenzamos a destruir y
enfrentarnos a las plantas carnívoras. Son fáciles de penetrar con un buen
golpe, pero poseían unas extrañas ramas que se mueven a su querer (una de ellas
sujetaba a Frida por los aires). Ya las fuerzas nos comenzaban a abandonar,
pues la lucha era pareja y sin tregua; Trevor, en un último intento, de la
maleta repleta de piedras preciosas, sacó luces de bengala que estrelló en las
paredes de magnesio. Todo comenzó a explotar, a reventar, a arder en fuego. Las
plantas carnívoras emitían gritos de dolor, sangraban un líquido de color
verdoso. Por fin, ya luego de haber rescatado a la morena que suspendida en el
aire yacía, escapamos a toda velocidad, internándonos en las grutas de las
montañas dando gritos de victoria.
Según
los escritos de Verne, lo que venía, luego de las grutas de la montaña, allá adentro
en la oscuridad, era un animal extinto hace miles de años, cuya fama ha trascendido
hasta el Urano: el tiranosaurio Rex. Ya con la prevención hecha a todos,
caminamos con gran cautela para sobrevivir si dicho animal aparecía. El
silencio era absoluto, ya no hablábamos entre nosotros. Aquí adentro de la
montaña, se dejaba ver una tierra rojiza y amplia: era una montaña hueca. Me
sentí enano, me sentí cansado. Traía puesto una camisa verde oscura floreada,
así que, como el frío se hizo nuestro compañero, la desabotoné y dejé que
Frida introduzca sus brazos en ella.
Caminamos y caminamos, y caminamos y caminamos hasta que a lo lejos vimos la
grandeza de ese animal solo visto en museos.
El
gran animal estaba metros más allá dando una gran caminata que hacía temblar la
tierra. Tratamos de no llamar su atención, pero (olor exquisito de la carne
humana) nos ubicó con su olfato. El pánico se apoderó de nosotros. El gran
dinosaurio venía corriendo hacia nosotros. Era hora de tomar decisiones. Les
dije a los dos: “ya estoy viejo, pero no significa que deseo morir, siempre me
he preguntado por qué estaría dispuesto a morir. Mi respuesta más clara es por
ustedes. Escóndanse entre las rocas que yo trataré de librarnos de ese
dinosaurio”. Me diste un beso en los labios y sollozante me dijiste que me
amabas; Trevor me dio un abrazo fuerte.
Salí
corriendo a toda velocidad, lo hacía con todas mis fuerzas. El tiranosaurio se
acercaba cada vez más, pues mientras yo daba veinte pasos, él daba uno. Tenía
que ser realidad, tenía que serlo: los escritos de Verne no podían fallar esta
vez: por aquí debía haber moscovita: formación de suelo muy delgada que esconde
un gran abismo. Las fuerzas no me faltaban, pues con el corazón corría. Recordé
que estaba mal de las rodillas, pero qué importa ahora: tenemos que salvar
nuestras vidas para poder casarnos otra vez, Frida y dejar esa aburrida carrera
de leyes que la vida me absorbió. Te lo diré al salir. Los pisotadas gigantes
del ser prehistórico hacía temblar la tierra y me hacían trastabillar. Las
esperanzas estaban perdidas; estaba dispuesto a morir devorado. Ojala la muerte
y el dolor no dure mucho. En ese instante, siento que el suelo comienza a
resquebrajarse, a dar sonidos secos, como cuando Trevor cayó. ¡Bien, es
moscovita, puta madre! Era irredimible, el dinosaurio, por su peso mismo,
caería en el abismo. Me preocupé por salvarme yo. Corrí con todas mis fuerzas y
me lancé a tierra firme justo antes de que terminase de partirse toda la moscovita
que la última estocada dio a mi cazador.
Luego
de encontrarnos nuevamente y bromear un poco con la analogía de “David y Goliat” y “Chamorro y el Dinosaurio”, llegamos a un
punto en donde la brújula perdió horizonte, donde se volvía loca. Apuntaba al
este, oeste, norte, sur: estábamos en un campo de gravitación. Ya me lo había
advertido el doctor Lidembrock: las rocas flotaban separadas y allá abajo había
un inmenso barranco. El objetivo era cruzar saltando evitando caer. No resultó
ningún problema hacer ese trabajo, pues de niño era muy aficionado a jugar
Crash y, en uno de los niveles, había algo similar. Pasamos saltando
rápidamente. Hasta hicimos una competencia de quién cruzaba más rápido: ganaste
tú, Fridecita: tienes unas piernas hermosas y hábiles.
La
voluntad no puede abandonar al ser humano, mientras la carne palpite viva y el
corazón abandonado esté. Me sorprende cuánto hemos podido vivir en esto ¿días?,
¿horas tal vez? Por fin, de ahora en adelante me dedicaré a una labor más
parecida a la de un antropólogo y escribiré novelas y cuentos de ciencia
ficción. Los expedientes antiguos y problemas pasados de gente que recurre a mí
para poder solucionarlos, los devolveré. Me excusaré diciendo que estoy de
vacaciones indeterminadas por motivos de alma y salud. Trevor, qué fuerte te
has hecho. Me sorprende cuánta valentía puedes tener: si un hombre es capaz de
arriesgar la vida por amor y una aventura, es consagrado por la eternidad.
Frida, cansada sé que estás ahora, te prometo te haré masajes y quemaremos una
casa, en medio de bailes extravagantes y ritos de amor, como nos dijimos cuando
comenzamos a construir nuestra primera franquicia de agendas, allá de jóvenes.
Por
fin encontramos el túnel del heisbert; no había agua, solo lava caliente, ardiente
allá abajo. Buscamos un tipo de base que permitiese que no nos quemásemos con
el agua hirviente producto de Heisbert: atinamos con la cabeza de un gran
dinosaurio, la de un megazonte. La llevamos a rastras entre los tres, nos costó
trabajo, en realidad pesa de sobremanera, pero al fin lo logramos.
Siempre
nos ha gustado la destrucción y los incendios: son un bonito espectáculo, era
la oportunidad. Te ofreciste a provocar la explosión: teníamos que explotar las
paredes del túnel volcánico, pues atrás
de las paredes había agua. El plan, según lo aplicó el doctor Lidembrock,
consistía en romper las paredes de la chinea volcánica, con explosiones de
bengala sobre el magnesio, para que el agua salga disparada y haga contacto con
el magma ardiente: eso provocaría una gran eclosión de agua a la superficie
llamada Heisbert. Te colgaste de la cintura con algunas cuerdas que teníamos
aún y cogiste las últimas tres bengalas del viaje. Trevor y yo te sujetamos
fuerte para que bajarte sea seguro. No dije nada, pero tu padre diría: “¡estás
exponiendo a mi hija!”.
Tuvimos
que bajarte varios metros. Las manos me sudaban ¿Qué pasaría luego de la
explosión? Estábamos jugando a la muerte, el amor y la aventura, sabes. Se
escuchó una gran explosión en la chinea. Eres valiente. Te subimos con rapidez,
llegaste empapada de agua. El plan funcionó. La cabeza del megazonte comenzó su
ascenso rápido. Todos gritábamos de terror, de miedo, de alegría, de
inconsciencia, solo para cubrir el silencio. Nos faltaba la respiración, el
vapor que entraba por nuestras narices era abundante, pero nos aferramos a la
vida.
Minutos
después vimos el cielo azul que tan hermoso parecía. Estábamos a cincuenta
metros por encima de una gran montaña y el viento fuerte nos arrastraba hacia
el norte cada vez. Las alturas siempre me han asustado, a todos los de esta
cabeza de dinosaurio creo. Comenzamos nuestro descenso acelerado y perfilado
por el viento. Ahora sí gritamos de verdad. Tal como sucedió en la obra maestra
de Julio Verne, nos deslizamos por entre las montañas a gran velocidad. No sé
si exactamente la primera montaña en la que caímos, pues el agresivo viento nos
arrastró por los aires más allá de lo que habíamos previsto. Mis labios no
probaron el jugo sabroso de las uvas: el doctor Lidembrock cayó en Italia; al
contrario tragaba nieve y luego polvo. Seguimos deslizándonos a gran velocidad,
el suelo parecía rocoso y nevado. Nos estrellamos en una casa hecha de adobe y
ladraron los perros.
Nuestra
sorpresa fue grande a ver lo que vimos. Habíamos salido por la parte superior
del Misti (lo sospeché por el gran nevado y el puquial, metros más allá). Nos
encontrábamos en Arequipa, la ciudad blanca. ¿Pero cómo? No había explicación:
será mejor no encontrarla. Dicen que el Cuzco es el ombligo del mundo, quizás
solo por eso salimos, esta vez, por el Misti (estás relativamente cerca al Cuzco).
Reímos
a carcajadas. Nos abrazamos con fuerza y sinceridad. El amor al que nos acercó
la muerte nos ha vuelto ahora inmortales. Ahora sabemos que uno sin el otro, es
un ser incompleto. Que el amor va más allá de cualquier dimensión y que si
estás dispuesto a morir por él ¾más
no a morir de amor¾
eres libre de alma y pensamiento; que, además, no hay fronteras que no puedan
cruzar la voluntad y el coraje. Te amo, Frida ¿quieres pasar el resto de la
eternidad con este escritor?, te dije en ese momento. No respondiste nada, solo
me besaste fuerte.
La
casa era una choza de chacra. No había nadie a quién pagar por los daños
ocasionados. Salimos caminando despacio. Espero que el dueño del recinto
disfrute la cabeza de megazonte y el rubí que le dejamos.
Joseph
Chamorro