Para Frida, con ese amor pícaro que tanto bien me hace…
No te enamores de un Fantasma
Él conoció a Abril
una tarde de Mayo, se enamoraron en Junio, en Julio todo iba viento en popa,
para Agosto ya se habían prometido matrimonio próximo, pero ese Septiembre
maldito (el día de la boda) que Abril nunca más olvidaría.
La bella de niña de
papá, Abril, había crecido entre muchas atenciones y cuidados que unos padres
amorosos podían brindar. Su niñez la había pasado viajando, entre peluches y
regalos traídos de todas las partes del Perú, y un hermano tan insoportable
como ella lo era para él. Rápidamente, con el tiempo, docilidad de una morena
de bella silueta, Abril aprendió el arte de ser amada y así fue. Era Mayo y,
como era de costumbre, salió de casa con un pequeño paraguas en las manos para
evitar los rayos ultravioleta; una blusa negra floreada que se deslizaba en el
viento como una capa y le daba cierta elegancia; una falda larga y holgada que
cubría los atributos naturales, pero, al mismo tiempo, los hacía más
atractivos, más deseables; y unos zapatitos marrones con taco. Caminó algunas
cuadras e hizo una parada en uno de los parques alrededores para darse un
pequeño descanso. Se sentó como si una pluma cayera en el banco, espero unos
minutos para detenerse a ver las bellas imágenes que se formaban en la calle --un niño dando de comer a las palomas,
una pareja de ancianos que conversan sobre política mientras el rojizo sol va
cayendo lento, y el pequeño perro chigua
gua, que se le ha escapado a un distraído joven enamorado, corre en la locura--. Sin embargo, de entre todos, le llamó
la atención un tipo que escribía en una servilleta metros más allá, en otra
banca. Él estaba sentado tan fresco, agachado, concentrado, escribiendo alguna
nota sin parar de mover la rodilla derecha. Abril no dudó en que lo conocería. Al
día siguiente, Abril volvió con la esperanza de ver nuevamente al extraño que
escribía tan ensimismado, pero no lo vio. Volvió la tarde siguiente y la
consecutiva, y al día siguiente también para verlo, pero nada. Cuando menos se
lo imaginaba, un sábado 26 de mayo cuando ya los loros vuelven escandalosos al
Parque de las Leyendas, una voz un tanto aguda la llamó por su nombre desde
atrás: “Abril, me estás buscando”. Ella se quedó fría. Volteo, lo miró directo,
con vergüenza, desviando la mirada de vez en vez, dudó unos segundos más y al
fin dijo que sí, que sí lo había estado buscando hace algunos días por que le
llamó la atención su modo apasionado de escribir, que el escribir en él parecía
algo tan natural que no le sorprendería que se apellidase Borges. Los dos
rieron cómplices, se presentaron como se debe, así todo cortés, y caminaron sin
rumbo por la calles tratando de conocerse más. Ella le reveló que pronto se
recibiría como antropóloga; él le dijo que necesariamente debía ser escritor.
Abril le dijo que ya no habría necesidad de decirle su nombre, puesto que él lo
sabía; él le dijo que se llamaba Rafael, que tenía veintiséis años eternos y
rió coqueto. Ella le confeso que solo había besado a unos cuantos chicos en
algunas fiestas; Rafael le dijo él nunca había besado a nadie. Así, con las
primeras salidas al atardecer, Abril y Rafael aprendieron a comprender sus
virtudes, a soportar sus contradicciones, a engreírse, a compartir aromáticos
cafés y el amor por la literatura --por los cuentos en especial--.
Ya era Junio y los
extraños que se toparon por casualidad en un mundo tan grande se enamoraron.
Corrieron juntos muchas calles, se sentaron en algunas bancas de parque, cafés,
en medio de la pista mientras el semáforo estaba en rojo y en cualquier lugar
donde surgía una nueva idea para narrar un nuevo cuento. Era extremo sí,
divertido y peligroso también, pero Rafael latía por la narración de historias,
pues para él el escribir, el contar
historias se convirtió en una necesidad, en una necedad. Abril, con esa
finura morena que delata su voz aguda y esos ojos grandes que enamoran, disfrutó
de su compañía cada tarde tarde.
Ya en Julio todo iba
viento en popa. Él se alegraba al verla cada día, la recibía con un cuento nuevo
que, acurrucándola entre sus rodillas, se lo contaba con inflexiones de voz y
grandes gestos. Los relataba por el solo placer de verla allí tan entretenida,
tan suya por esos instantes que durara la magia del cuento. Ella se dejaba
engreír y correspondía con un beso y algunos cuidados. Pasaron tres, cuatro, veintitrés,
ya veinticuatro días y ellos se enamoraron. Abril cada tarde repetía en el oído
a Rafael que deseaba pasar el resto de su vida a su lado y él respondía con
tristeza, susurrando también: “No podré, amor, solo estoy aquí contigo, porque
no terminé de escribir el libro, que me juré escribiría antes de morir
atropellado, sin percatarme, una madrugada lluviosa de un color gris triste, en
la avenida Aviación. Esa es mi condena, es mi cruz que debo cargar antes de descansar en paz: escribir un libro con
los grandiosos cuentos, luego me iré”. Ella sonreía y le decía ´tonto´, y
Rafita en silencio. Al principio a Abril le pareció una locura que él sea un
escritor fantasma, pero advirtió que ella no conocía a sus padres, no conocía
su casa, ni a sus amigos. Es más, todos los encuentros habían iniciado y
concluido en el mismo parque donde lo vio por primera vez escribiendo, luego ya
no sabía el paradero del narrador. Entonces, ¿sería cierto?
Abril siguió
frecuentando al cuasi-escritor cada tarde enfundada para evitar el frío, pero
la duda aún estaba fría. Las tardes pasaban, Rafael y sus historias también, y
ella lo miraba con la inseguridad de no tenerlo mañana. Una tarde de Agosto,
Abril se armó de valor y le dijo que estaba dispuesta a pasar mucho tiempo,
todo el que se pueda, a su lado. Rafael sonrió de par en par, la
abrazó, le dio un beso en la mejilla y otro más cerca de la boca: “me
inspiras”, le dijo. “Sí, pero ¿es cierto
que te irás luego de terminar tu libro?…”, dijo tierna y sollozante. “Sí, amor,
es cierto”, se toco la cabeza, la junto a su pecho que tanto la reclama cerca,
sino dentro, y la miro a los ojos sin saber qué respuesta sería la mejor.
Esa tarde fue triste
y descubridora. Caminaron de la mano con el corazón latiendo con la angustia
que solo el amor regala, se dieron encuentro en cada sombra, en cada esquina,
cada que tenían un arrebato de juntarse en un abrazo infinito y cada que
sentían ganas de comer de esos labios suaves como la carne de las conchas
negras. Frente al mar, mirándose a los ojos, Abril le hizo prometer a Rafael
que se case con ella, él aceptó inseguro. Ella le dijo que quizás era la mejor
manera, que quizás así Rafita se quedé con ella después de escribir el libro y
no se vaya. Rafael asintió, la miró, se inspiró y dio inicio a una nueva
historia sobre bodas y fantasmas.
La tarde murió, la
noche se levantó con una hermosa luna llena y los amantes dieron encuentro en
un hotel cercano. Se amaron, se abrazaron, se entregaron a más que solo un
placer carnal, se entregaron por amor. Diez de la noche, la niña está desnuda;
once de la noche la niña recorre a Rafita entre besos y suplicios de amor; doce
de la noche, Rafael le canta la canción que aprendieron juntos al oído; una de
la mañana, los amantes se dieron encuentro y no parecen querer dormir todavía;
dos de la mañana, ya las ganas de amar vuelven a explotar; tres de la mañana,
Abril tan linda, tan morena, duerme cansada de amar en el pecho de Rafael;
cuatro de la mañana, Rafael sabe que, con las primeras luces del sol,
desaparecerá y volverá a existir nuevamente al atardecer; cinco de la mañana,
las primeras luces matutinas salen, Rafael desaparece a modo de viento que se
borra y migra en el frío de la madrugada. Se va lento, se va suave, se esfuma
en el viento y no da aviso a la pequeña flor morena que duerme con tanta gracia
como cuando respira. Quizás al amanecer comprenderá que Rafael tiene naturaleza
artificial, naturaleza fantasmal de un escritor que se va con las luces del
amanecer y aparece fumando un cigarrillo por las tardes. Sin embargo, Abril se
enamoro más al despertarse sola en medio de la cama desordenada.
Las
tardes siguieron su paso, Abril engreía al afortunado con cariños y cuidados,
mientras Rafael seguía escribiendo alguna historia inspirada en la realidad y
confrontada con su mente maestra, y los preparativos de la boda se hacían a
paso fantástico. Ya se había tomado una Iglesia para el casamiento, al padre
que haría la ceremonia, a la orquesta con la cual bailaría la pareja hasta que
sus pasos los conduzcan al lecho nupcial. Por fin el día de la boda llegó.
Abril y Rafael acordaron dar inicio a la ceremonia a las cinco de la tarde
(hora en la que Rafael volvía a existir entre los vivos). Así se hizo. El padre
de la bella flor morena bailaba encantado por el novio escritor y elocuente de
su hija, la madre lloraba a mares al ver que su hija preferida se iba, la gente
comenzaba a llegar a la iglesia y todo listo. La marcha nupcial empieza su
marcha, el padre de la novia entra orgulloso del brazo de la novia. Trata de no
mostrar el nerviosismo, de mostrar naturalidad, sin embargo las lágrimas caen
por sus mejillas. La novia hermosa enfundada en un gran vestido blanco que se
arrastraba elegante en medio de la Iglesia. Atrás una niña disfrazada de ángel
que reparte pétalos al viento mientras camina. Las señoras y familiares
femeninos de Abril lloraban a mares, porque las bodas son tan románticas,
decían. De la familia de Rafael no había ni un pariente, pero se excusó
diciendo que no conocía a pariente ni amigo suyo por ese lugar, y el perro que
estaba tirado en la puerta de la iglesia ladró reclamando su amistad.
Abril, hermosa con el
contraste de los colores de su piel y el vestido crema, encaminaba el largo camino que cambia la vida,
pues, a partir de ese momento, el vínculo sentimental que un día comenzó con
una sonrisa en el parque, acabaría en el altar. Allá a pocos metros está
esperando sonriente está el cuasi-escritor. Los ojos grandes y negros de Abril
pueden ver con emoción al galante y nervioso novio que lleva puesto un terno
negro, una corbata verde oscura, siempre esperando e inventado historias para
contar, además entre esos deditos juguetones deja ver un lapicero de color azul.
Abril camina con la decisión que solo toma un espartano. Llega al altar y se
desliza toda la ceremonia habitual propia de las bodas. El sí definitivo; ese
beso galante y suave, de una textura comparable a la carne de las conchas
negras; esa sonrisa cómplice de recién casados; los arroces que llueven sin sal;
Abril con el corazón emocionado, ¡conmocionado!, tira el boquet a los aires y se origina el desorden feliz de siempre; y,
por fin, después de un ajetreado día de casamiento, ya están Rafael y Abril en
la noche nupcial, en esa noche de bodas, en esa noche virgen, en esa noche que
lo es todo: es lo más romántico, lo más salvaje, la noche más tranquila y la más religiosa también. Se miran tirados en
la cama; el tiempo ya no existe, las preocupaciones ya no están, todo estará
bien mientras se queden juntos, se
decían respirando hondo en los oídos, Abril y Rafita.
--¿Me dejarás mañana cuando amanezca? --le dice triste Abril, con esa voz aguda
que lo enamoró.
--Puede che --bromea Rafael.
--Dime, pues, tonto…
--No sé amor, no lo sé, pero no quiero irme…
--Ya has contado muchas historias, el
libro debe ser muy grueso, amor…
--Eso creo, es un libro más grande que
una enciclopedia universal, y con las hojas y el tamaño de letra idéntica a los
de la biblia.
--Te quiero…--dice Abril suavecito, con esa voz
tierna y aguda.
Las horas de los
amantes que no se quieren despedir pasan románticamente angustiosa, porque el
no saber si al amanecer Rafael dejaría de existir hasta que el sol se esté
ocultando en la tarde, o se quedaría hasta al amanecer con ella y así todos los
días hasta la vejez. Hablaban casi dormitando, el fuego se hizo cenizas que
están a punto de prenderse, la pareja habla dormitando tratando de no dormirse
para esperar el amanecer, pero el cansancio después del amor y el casamiento
terminó por dejarlos rendidos en un abrazo descuidado. Los rayos de sol
penetran e iluminan la cama nupcial, Abril despierta, no quiere abrir los ojos,
pero aún siente el cuerpo liviano de Rafita a lado. Los abre y Rafael no está,
en su lugar estaba un libro grueso, gastado por el tiempo, de pasta marrón de
cuero. Rafael, nunca me dejó un libro al amanecer, ¿porque hoy?, ¿qué es?,
pensaba desesperada Abril, tocándose la cabeza, con los ojos que sienten
destruirse mojados. Abrió el libro y la última anotación decía “Mi última
Historia”. Dolida, más que angustiada, Abril, morena bella desde el amanecer,
leyó la historia, la releyó y la releyó y era su historia, la historia de amor
que vivió junto a Rafael. En las últimas líneas de la última historia del
cuasi-escritor, el personaje concluía diciéndole a su amada: “no te enamores de
un fantasma…”.
Rafael, se despertó a
unos minutos del amanecer, terminó de escribir el libro --sabía que debía irse ya--. Abril, mujer fanática, con el don de
perdonar, y consciente del aporte a la cultura que tenía entre sus manos, publicó
el libro de su amado, y fue bien recibido. Ahora, si puede ser un escritor y su
condena esta cumplida: publicó el libro. Abril, nunca lo olvidó, él tampoco:
algunas noches Abril y Rafael se encuentran en sueños, cantan canciones,
bailan, se cuentan cosas y se dicen que se quieren; así ella es feliz. Bonita
forma de vivir enamorada…