sábado, 26 de mayo de 2012

No te enamores de un Fantasma


Para Frida, con ese amor pícaro que tanto bien me hace…

No te enamores de un Fantasma
Él conoció a Abril una tarde de Mayo, se enamoraron en Junio, en Julio todo iba viento en popa, para Agosto ya se habían prometido matrimonio próximo, pero ese Septiembre maldito (el día de la boda) que Abril nunca más olvidaría.

La bella de niña de papá, Abril, había crecido entre muchas atenciones y cuidados que unos padres amorosos podían brindar. Su niñez la había pasado viajando, entre peluches y regalos traídos de todas las partes del Perú, y un hermano tan insoportable como ella lo era para él. Rápidamente, con el tiempo, docilidad de una morena de bella silueta, Abril aprendió el arte de ser amada y así fue. Era Mayo y, como era de costumbre, salió de casa con un pequeño paraguas en las manos para evitar los rayos ultravioleta; una blusa negra floreada que se deslizaba en el viento como una capa y le daba cierta elegancia; una falda larga y holgada que cubría los atributos naturales, pero, al mismo tiempo, los hacía más atractivos, más deseables; y unos zapatitos marrones con taco. Caminó algunas cuadras e hizo una parada en uno de los parques alrededores para darse un pequeño descanso. Se sentó como si una pluma cayera en el banco, espero unos minutos para detenerse a ver las bellas imágenes que se formaban en la calle --un niño dando de comer a las palomas, una pareja de ancianos que conversan sobre política mientras el rojizo sol va cayendo  lento, y el pequeño perro chigua gua, que se le ha escapado a un distraído joven enamorado, corre en la locura--. Sin embargo, de entre todos, le llamó la atención un tipo que escribía en una servilleta metros más allá, en otra banca. Él estaba sentado tan fresco, agachado, concentrado, escribiendo alguna nota sin parar de mover la rodilla derecha. Abril no dudó en que lo conocería. Al día siguiente, Abril volvió con la esperanza de ver nuevamente al extraño que escribía tan ensimismado, pero no lo vio. Volvió la tarde siguiente y la consecutiva, y al día siguiente también para verlo, pero nada. Cuando menos se lo imaginaba, un sábado 26 de mayo cuando ya los loros vuelven escandalosos al Parque de las Leyendas, una voz un tanto aguda la llamó por su nombre desde atrás: “Abril, me estás buscando”. Ella se quedó fría. Volteo, lo miró directo, con vergüenza, desviando la mirada de vez en vez, dudó unos segundos más y al fin dijo que sí, que sí lo había estado buscando hace algunos días por que le llamó la atención su modo apasionado de escribir, que el escribir en él parecía algo tan natural que no le sorprendería que se apellidase Borges. Los dos rieron cómplices, se presentaron como se debe, así todo cortés, y caminaron sin rumbo por la calles tratando de conocerse más. Ella le reveló que pronto se recibiría como antropóloga; él le dijo que necesariamente debía ser escritor. Abril le dijo que ya no habría necesidad de decirle su nombre, puesto que él lo sabía; él le dijo que se llamaba Rafael, que tenía veintiséis años eternos y rió coqueto. Ella le confeso que solo había besado a unos cuantos chicos en algunas fiestas; Rafael le dijo él nunca había besado a nadie. Así, con las primeras salidas al atardecer, Abril y Rafael aprendieron a comprender sus virtudes, a soportar sus contradicciones, a engreírse, a compartir aromáticos cafés y el amor por la literatura --por los cuentos en especial--.

Ya era Junio y los extraños que se toparon por casualidad en un mundo tan grande se enamoraron. Corrieron juntos muchas calles, se sentaron en algunas bancas de parque, cafés, en medio de la pista mientras el semáforo estaba en rojo y en cualquier lugar donde surgía una nueva idea para narrar un nuevo cuento. Era extremo sí, divertido y peligroso también, pero Rafael latía por la narración de historias, pues para él el escribir, el contar historias se convirtió en una necesidad, en una necedad. Abril, con esa finura morena que delata su voz aguda y esos ojos grandes que enamoran, disfrutó de su compañía cada tarde tarde.

Ya en Julio todo iba viento en popa. Él se alegraba al verla cada día, la recibía con un cuento nuevo que, acurrucándola entre sus rodillas, se lo contaba con inflexiones de voz y grandes gestos. Los relataba por el solo placer de verla allí tan entretenida, tan suya por esos instantes que durara la magia del cuento. Ella se dejaba engreír y correspondía con un beso y algunos cuidados. Pasaron tres, cuatro, veintitrés, ya veinticuatro días y ellos se enamoraron. Abril cada tarde repetía en el oído a Rafael que deseaba pasar el resto de su vida a su lado y él respondía con tristeza, susurrando también: “No podré, amor, solo estoy aquí contigo, porque no terminé de escribir el libro, que me juré escribiría antes de morir atropellado, sin percatarme, una madrugada lluviosa de un color gris triste, en la avenida Aviación. Esa es mi condena, es mi cruz que debo cargar antes de descansar en paz: escribir un libro con los grandiosos cuentos, luego me iré”. Ella sonreía y le decía ´tonto´, y Rafita en silencio. Al principio a Abril le pareció una locura que él sea un escritor fantasma, pero advirtió que ella no conocía a sus padres, no conocía su casa, ni a sus amigos. Es más, todos los encuentros habían iniciado y concluido en el mismo parque donde lo vio por primera vez escribiendo, luego ya no sabía el paradero del narrador. Entonces, ¿sería cierto?

Abril siguió frecuentando al cuasi-escritor cada tarde enfundada para evitar el frío, pero la duda aún estaba fría. Las tardes pasaban, Rafael y sus historias también, y ella lo miraba con la inseguridad de no tenerlo mañana. Una tarde de Agosto, Abril se armó de valor y le dijo que estaba dispuesta a pasar mucho tiempo, todo el que se pueda, a su lado. Rafael sonrió de par en par, la abrazó, le dio un beso en la mejilla y otro más cerca de la boca: “me inspiras”, le dijo. “Sí,  pero ¿es cierto que te irás luego de terminar tu libro?…”, dijo tierna y sollozante. “Sí, amor, es cierto”, se toco la cabeza, la junto a su pecho que tanto la reclama cerca, sino dentro, y la miro a los ojos sin saber qué respuesta sería la mejor.

Esa tarde fue triste y descubridora. Caminaron de la mano con el corazón latiendo con la angustia que solo el amor regala, se dieron encuentro en cada sombra, en cada esquina, cada que tenían un arrebato de juntarse en un abrazo infinito y cada que sentían ganas de comer de esos labios suaves como la carne de las conchas negras. Frente al mar, mirándose a los ojos, Abril le hizo prometer a Rafael que se case con ella, él aceptó inseguro. Ella le dijo que quizás era la mejor manera, que quizás así Rafita se quedé con ella después de escribir el libro y no se vaya. Rafael asintió, la miró, se inspiró y dio inicio a una nueva historia sobre bodas y fantasmas.

La tarde murió, la noche se levantó con una hermosa luna llena y los amantes dieron encuentro en un hotel cercano. Se amaron, se abrazaron, se entregaron a más que solo un placer carnal, se entregaron por amor. Diez de la noche, la niña está desnuda; once de la noche la niña recorre a Rafita entre besos y suplicios de amor; doce de la noche, Rafael le canta la canción que aprendieron juntos al oído; una de la mañana, los amantes se dieron encuentro y no parecen querer dormir todavía; dos de la mañana, ya las ganas de amar vuelven a explotar; tres de la mañana, Abril tan linda, tan morena, duerme cansada de amar en el pecho de Rafael; cuatro de la mañana, Rafael sabe que, con las primeras luces del sol, desaparecerá y volverá a existir nuevamente al atardecer; cinco de la mañana, las primeras luces matutinas salen, Rafael desaparece a modo de viento que se borra y migra en el frío de la madrugada. Se va lento, se va suave, se esfuma en el viento y no da aviso a la pequeña flor morena que duerme con tanta gracia como cuando respira. Quizás al amanecer comprenderá que Rafael tiene naturaleza artificial, naturaleza fantasmal de un escritor que se va con las luces del amanecer y aparece fumando un cigarrillo por las tardes. Sin embargo, Abril se enamoro más al despertarse sola en medio de la cama desordenada.
 
Las tardes siguieron su paso, Abril engreía al afortunado con cariños y cuidados, mientras Rafael seguía escribiendo alguna historia inspirada en la realidad y confrontada con su mente maestra, y los preparativos de la boda se hacían a paso fantástico. Ya se había tomado una Iglesia para el casamiento, al padre que haría la ceremonia, a la orquesta con la cual bailaría la pareja hasta que sus pasos los conduzcan al lecho nupcial. Por fin el día de la boda llegó. Abril y Rafael acordaron dar inicio a la ceremonia a las cinco de la tarde (hora en la que Rafael volvía a existir entre los vivos). Así se hizo. El padre de la bella flor morena bailaba encantado por el novio escritor y elocuente de su hija, la madre lloraba a mares al ver que su hija preferida se iba, la gente comenzaba a llegar a la iglesia y todo listo. La marcha nupcial empieza su marcha, el padre de la novia entra orgulloso del brazo de la novia. Trata de no mostrar el nerviosismo, de mostrar naturalidad, sin embargo las lágrimas caen por sus mejillas. La novia hermosa enfundada en un gran vestido blanco que se arrastraba elegante en medio de la Iglesia. Atrás una niña disfrazada de ángel que reparte pétalos al viento mientras camina. Las señoras y familiares femeninos de Abril lloraban a mares, porque las bodas son tan románticas, decían. De la familia de Rafael no había ni un pariente, pero se excusó diciendo que no conocía a pariente ni amigo suyo por ese lugar, y el perro que estaba tirado en la puerta de la iglesia ladró reclamando su amistad.

Abril, hermosa con el contraste de los colores de su piel y el vestido crema,  encaminaba el largo camino que cambia la vida, pues, a partir de ese momento, el vínculo sentimental que un día comenzó con una sonrisa en el parque, acabaría en el altar. Allá a pocos metros está esperando sonriente está el cuasi-escritor. Los ojos grandes y negros de Abril pueden ver con emoción al galante y nervioso novio que lleva puesto un terno negro, una corbata verde oscura, siempre esperando e inventado historias para contar, además entre esos deditos juguetones deja ver un lapicero de color azul. Abril camina con la decisión que solo toma un espartano. Llega al altar y se desliza toda la ceremonia habitual propia de las bodas. El sí definitivo; ese beso galante y suave, de una textura comparable a la carne de las conchas negras; esa sonrisa cómplice de recién casados; los arroces que llueven sin sal; Abril con el corazón emocionado, ¡conmocionado!, tira el boquet a los aires y se origina el desorden feliz de siempre; y, por fin, después de un ajetreado día de casamiento, ya están Rafael y Abril en la noche nupcial, en esa noche de bodas, en esa noche virgen, en esa noche que lo es todo: es lo más romántico, lo más salvaje, la noche más tranquila y  la más religiosa también. Se miran tirados en la cama; el tiempo ya no existe, las preocupaciones ya no están, todo estará bien mientras se queden juntos,  se decían respirando hondo en los oídos, Abril y Rafita.

--¿Me dejarás mañana cuando amanezca? --le dice triste Abril, con esa voz aguda que lo enamoró.
--Puede che --bromea Rafael.
--Dime, pues, tonto…
--No sé amor, no lo sé, pero no quiero irme…    
--Ya has contado muchas historias, el libro debe ser muy grueso, amor…
--Eso creo, es un libro más grande que una enciclopedia universal, y con las hojas y el tamaño de letra idéntica a los de la biblia.
--Te quiero…--dice Abril suavecito, con esa voz tierna y aguda.

Las horas de los amantes que no se quieren despedir pasan románticamente angustiosa, porque el no saber si al amanecer Rafael dejaría de existir hasta que el sol se esté ocultando en la tarde, o se quedaría hasta al amanecer con ella y así todos los días hasta la vejez. Hablaban casi dormitando, el fuego se hizo cenizas que están a punto de prenderse, la pareja habla dormitando tratando de no dormirse para esperar el amanecer, pero el cansancio después del amor y el casamiento terminó por dejarlos rendidos en un abrazo descuidado. Los rayos de sol penetran e iluminan la cama nupcial, Abril despierta, no quiere abrir los ojos, pero aún siente el cuerpo liviano de Rafita a lado. Los abre y Rafael no está, en su lugar estaba un libro grueso, gastado por el tiempo, de pasta marrón de cuero. Rafael, nunca me dejó un libro al amanecer, ¿porque hoy?, ¿qué es?, pensaba desesperada Abril, tocándose la cabeza, con los ojos que sienten destruirse mojados. Abrió el libro y la última anotación decía “Mi última Historia”. Dolida, más que angustiada, Abril, morena bella desde el amanecer, leyó la historia, la releyó y la releyó y era su historia, la historia de amor que vivió junto a Rafael. En las últimas líneas de la última historia del cuasi-escritor, el personaje concluía diciéndole a su amada: “no te enamores de un fantasma…”.

Rafael, se despertó a unos minutos del amanecer, terminó de escribir el libro --sabía que debía irse ya--. Abril, mujer fanática, con el don de perdonar, y consciente del aporte a la cultura que tenía entre sus manos, publicó el libro de su amado, y fue bien recibido. Ahora, si puede ser un escritor y su condena esta cumplida: publicó el libro. Abril, nunca lo olvidó, él tampoco: algunas noches Abril y Rafael se encuentran en sueños, cantan canciones, bailan, se cuentan cosas y se dicen que se quieren; así ella es feliz. Bonita forma de vivir enamorada…      

   






sábado, 19 de mayo de 2012

Aventura de Peluquería


Aventura de Peluquería

El ir a la peluquería, bajo todo pronóstico, es toda una aventura varonil. Uno llega a la peluquería, saluda a la peluquera ¾más bien es una señorita de épocas, si saben a lo que me refiero¾, se sienta y espera pacientemente a que sea el turno de sentarse en el diván de las aventuras, mientras la peluquera hace trenzas, manicure, ondulados, o algún maquillaje de gala. Ves las revistas de modas que muestran modelos de cortes y estilos de peinarse, pero no sabes qué corte te harás, y ni sabes si el corte que te hará la peluquera saldrá bien, porque las peluqueras a veces cortan bien el cabello y te dejan elegante o otras te dejan con el cabello mal cortado que te da la apariencia de tonto, de muy sano, o de muy joven. Quizás quieras cambiar de peinado, quizás si le bajas un poco a los costados, o quizás esta vez las patillas más largas, pero algo te dice que mejor no, que mejor te quedes con el mismo corte. “Joven, siéntese, por favor”, dictamina tan sonriente, coqueta, hogareña, la peluquera. Te sientas, ahora estás frente al espejo, ahora podrás ver cada avance de esa aventura a la asistimos que por costumbre o por afán una vez cada cinco semanas en promedio. La peluquera inicia su marcha, los cabellos ya están volando, las tijeras vuelan, se cierran, se abren, siguen cortando el cabello que la peluquera ha puesto cuidadosamente entre sus dedos y tú sigues plantado viendo como el cabello cambia de forma, viendo a tu pelo compañero de estos días sin creer que era tanto, viendo que ahora ese cabello negro tiene menos volumen que antes, y, unos instantes después, sientes que la peluquera no está haciendo bien su trabajo, que ese no es el corte que pediste al principio, que ese corte no te dará bien y será la historia de muchas veces: salir de la peluquería y decir “pucha, no me gusta mi corte” se repetirá. Dudas, le preguntas a la peluquera cuánto tiempo lleva en el oficio, ella se sorprenderá por la pregunta y cuanto te diga por qué la pregunta solo dirás: “es solo curiosidad, seño, es curiosidad” (sin revelar esa desconfianza). Te conformas, ya no quieres pensar en ese futuro después de salir de la peluquería, sigues viendo el espejo, pero, un momento después, estás decidido a decir que no te agrada el corte, que lo quieres de una forma especial y no de la forma que ves que se forma en el espejo, porque es tú imagen, es tu apariencia que está en juego, la lucirás en las próximas semanas y nadie más que tú verá corte, pero no puedes. Te fijas alrededor y ves señoras, señoritas, todas sonrientes, reservadas y con cara de cucufatas, esperando ser atendidas, entonces te arrepientes, pues quizá suene muy vanidoso y las señoras se rían y empiecen a comentar al instante sobre lo vanidoso que es el joven. Las tijeras siguen su marcha, la peluquera sonríe, comenta con las otras féminas del local, vuelve a reír, sujeta de a pocos el cabello entre los dedos y la forma de tu cabello sigue cambiando. Te ves al espejo con más detenimiento y definitivamente ese no es la auto-imagen que esperas de esta nueva aventura, y por fin, abandonando el temor, pero  pensando aún que sonarás vanidoso, le indicas que no te gusta mucho el corte, que mejor le baje un poco los costados, que perfeccione esa pequeñas bolitas que regalan el excesivo volumen del cabello, que te corte las patillas más debajo de lo normal, y que corte solo las puntitas de la parte superior del cabello, nada más; terminas y soportas unos instantes de vergüenza varonil ( pues dicen que los varones no somos vanidosos, dicen…). Unos diez minutos más tarde la aventura de la peluquería llegó a su fin, fue intensa como siempre, esta vez no hubo heridos ni muertos, la peluquera limpia todo el cabello que ha dejado caer encima de la tela, te afeita con cuidado, te baña en talco, te levantas, tratas de peinarte con emoción, cancelas la cuenta y sales de la peluquería sonriente con un corte agradable, más tranquilo y más alegre que hace unos instantes. Has tenido suerte esta vez, pero esta aventura no acaba aquí, esa silla giratoria de color rosa y la señorita de épocas, la señorita peluquera, te esperará en algunas semanas…

sábado, 12 de mayo de 2012

La Verdad del Progreso Gris


Dicen que todo es un círculo vicioso...

La Verdad del Progreso Gris
El emporio de Gamarra aún no vive, solo están algunos miles de trabajadores. La mayor parte proveniente de la sierra, unos muchos de la selva y algunos de mismo Lima ¾¡de la capital!¾. Los negocios que venden desayunos al paso, con carretillas, están en su hora punta: la gente se abarrota alrededor de las calles para tomar un vaso de maca o quinua acompañado de un pan con camote frito, huevo, o papas fritas. Por eso, los vendedores  tratan de maximizar el tiempo y las raciones. Ya las ocho y media de la mañana y las tiendas abren. Miles de trabajadores comienzan su labor después del desayuno, y el emporio y sus miles de soles por producir esperan a sus clientes. Cada día muchos vendedores de ropa llegan de todo el país a Gamarra a comprar pantalones, camisas, polos y todo lo que esté hecho de tela; además hay tiendas y galerías en donde venden desde la mejor máquina de remallar hasta una aguja. Pero, esa es solo lo que se ve a simple vista, el funcionamiento del emporio es otro…

El pequeño despertador explota ruidoso, Bechember abre los ojos y sus primeros pensamientos son que sabe que tiene que ir a trabajar, que no tiene nada mejor que hacer, que si no trabaja ese día quizás no coma, que algún día todo cambiará, pero…, ¿cuándo? El cuarto que le arrendó su tío, el señor Faustino,  es un cuarto dividido para cuatro personas apenas con un triplay. Aquí solo entra una cama y una mesa de noche, es todo. Bechember se levanta casi de forma robótica, toma la toalla, coge el jabón y el shampoo, y va al baño para darse una ducha y está ocupado, ocupado como casi siempre, ya que el baño lo comparte con su numerosa familia y sus huéspedes, pero la compañía es bien recibida:
¾ Y Pedrito, ¿cómo estás? ¾conversa Bechember con su compañero de cuarto, mientras espera que se desocupe el baño.                                                                                                                                                                                 
¾Hay, progresando, hermano, como cada día: luchando cada oportunidad, sacrificándome, rompiéndome el lomo ¾responde con unos aires de progreso Pedro.                                                                                                                                   
¾ Sí, siempre, siempre. Bien dura había sido la vida aquí en Lima, ¿no? Pero, hay que aguantar nomás¾responde tan inocente Bechember.

Se ducha, va al cuarto con la toalla envuelta en la cintura, él aún está goteando. Seca su trejo cuerpo apenas con una pasada de la toalla, se cambia tan rápido como puede, pasa el peine por sus cabellos, se mira una vez más al espejo para comprobar si sigue siendo apuesto y analiza su presupuesto. Apenas tiene cuarenta y dos soles, unos céntimos más y una menta para tres días (ojalá le alcance). Sale de casa, con el cabello húmedo, con apariencia del quien dice: “¡miren, me bañé!”,  va al paradero y espera al carro que le dijeron que tome para ir a trabajar ¾es el único que conoce¾  y se pierde entre la multitud jóvenes provincianos del todo el país que va a trabajar.  

Al llegar ve que la multitud jóvenes trabajadores y desempleados se amontona a lado de la galería “Yuyín” para escuchar las ofertas de trabajo del día y de la semana. Hay mujeres, varones, casi todos jóvenes provincianos (por suerte él no hace eso). Hace su entrada un hombre de barriga  pronunciada, con la piel quemada por el sol, con pómulos salientes y un dejo que canta:
¾¡Haber, señores estoy buscando un cuatro costureros, dos jaladores y tres remalleros!¾grita con voz pastosa el hombre¾. La paga es 120 soles semanal. ¿Alguien se anima?

La gente reclama, grita y pitea por lo bajo del sueldo, pues normalmente pagan de entre 150 a 200 soles. “Negrero”, le gritan muchos. Sin embargo algunos se unen al pedido del hombre, pues no les queda de otra, la necesidad los obliga. Quizás venga otro postor o simplemente no llegue ni uno más y no tengan trabajo, que es igual a no comer ellos y sus hijos.

Bechember presencia el espectáculo injusto de repartición de trabajo a voluntad del empleador, mientras toma el desayuno matutino ¾una taza de quinua y un pan relleno de cualquier cosa¾, que no sé si sea el mejor, pero engaña al estómago. Observa todo, pero el sistema no le parece injusto, porque ese mismo sistema de pagos aplica con él su tío. Luego, se concentra, pierde su mirada entre la gente, entre la bulla, entre Lima y recuerda los momentos bellos de su pueblo, allá en las alturas de Huancavelica. Bechember vivía pastando animales en las alturas, allá en donde podía ser libre para respirar, para hablar, para tomar toda la leche del mundo y no como aquí. Bechember estudiaba en un colegio de su pueblo en donde no aprendió más que darse unas buenas borracheras de amanecida, a solucionar con golpes las violaciones a su honor y, naturalmente, a coser algunas telas ¾llevaba un curso llamado Educación para el Trabajo¾ , pues  las matemáticas, el lenguaje y todas las materias las pasaba con solo aprender de paporreta las pequeñas definiciones y fórmulas que le daban sus profesores. Allá podía estar con su familia, podía quedarse comiendo lo que su chacra producía y algunos pocos víveres de las compras en la feria de los domingos. Pero un tío lejano suyo llegó una tarde a su humilde casa, le dijo que se vayan juntos a Lima, que allá podía trabajar, que era hora de salir: “Papíto, allá vas trabajar conmigo, vámonos”,  y  él, cansado de ver a su familia en la misma situación y con la confianza inocente de un provinciano, salió en busca de un futuro mejor a Lima, a Gamarra, confiando su bienestar a la suerte y al amor de su tío.   

El emporio de Gamarra está imparable, ya miles de trabajadores han iniciado su inhumana labor y unas otras cuantas miles llega para a comprar prendas al por mayor, y nadie para de producir, allá en el Puesto N°8 de la Galería “Jean”.  “Tic, tic, tic, tic,”, suena la máquina remalladora y Bechember mira a su alrededor. Ya los costureros luchan una batalla con la tela jean, los encargados de pegar los botones están concentrados, un par corta las telas con celeridad, Bechember apresura su paso en el trabajo, y su buena amiga selvática, Adriana, sonríe coqueta y hace sonar la remalladora como una metralleta. Bechember se concentra en su trabajo, trata de no mirar a los costados, de no hablar con nadie, de concentrarse solamente, porque su tío advirtió a todos: “nadie puede hablar en las horas de trabajo, porque desconcentra la producción, carajo”, pero son doce horas de trabajo, eso tampoco importa. Además, el fallar es un pecado, es un delito, que se paga con el descuento del enano salario y una requintada grosera e hiriente del dueño, el Señor Faustino. Una vez, hace unas semanas, Adriana se puso nerviosa por la mirada inquisidora del señor Faustino y falló dos prendas, ¡dos prendas! Ella se asustó, estaba temblando, las manos le sudaban y con razón, pues ya sabía lo que le esperaba. El señor Faustino se acercó a ella, la cogió del brazo y le dijo que era una inútil, que con razón era una charapa, que si no tenía ganas de trabajar era mejor que se largase a otro lugar o vuelva a la jungla que muchos quieren trabajar y ella no aprovecha lo que tiene, y que le descontaría el valor de la prenda ¾ella solo lloró y siguió trabajando en silencio¾, ¡qué fregado!
           
            Ahora, Bechember tiene siete docenas de prendas que debe acabar hoy, es cuestión de vida o no ir a dormir. Por suerte, Bechember ya se fue acostumbrado, poco a poco, a este arduo ritmo de trabajo y ahora lo puede hacer en once horas y media, iniciadas a las 08:30 de la mañana y culminada a la 08:00 de la noche aproximadamente.

El día está arduo, el sol quema y ya no es el mejor amigo del trabajo, pues es verano. Ya han paso cinco horas desde que Gamarra empezó a vivir, ya la una y media de la tarde y es hora de almorzar. El señor Faustino (el tío de Bechember) se ha asegurado de que nadie salga a comer, ahora los almuerzos se llevan directo al puesto y se trabaja más. El medio día es la hora punta para los restaurantes y tantos otros lugares que venden comida de puesto en puesto en Gamarra. “Chicos, ya está el almuerzo”, entra sonriente, haciendo un acto de equilibrio extremo con la bandeja y los miles de almuerzo en tapers que lleva  encima, la simpática gordita con delantal verde. Todo el puesto N° 08 de la Galería “Jean” para por un momento, es hora de comer. La espalda les duele, los hombros igual, las piernas están un tanto entumecidas. Bechember se levanta, se estira como un gato, mira a los lados con esa mirada educada e inocente y se dice para sí mismo: “A comeeeer”. Todos cogen un taper, la sopa está caliente, el segundo está apetecible y el refresco está helado. Comen tan rápido como sus dientes pueden devorar. Javier, el nuevo costurero, ya acabó y comienza su labor nuevamente. Bechember solo conversa una palabras con Adriana, sonríen, se dan una golpe fuerte que simboliza amor ¾ya saben, “mientras más me pegas, más te quiero”¾, terminan de comer y nuevamente.

Las horas se pasan tan rápidas como las docenas de ropa que pasan por las remalladoras y máquinas de coser. El tiempo ya no existe si uno se concentra y se pierde entre textiles. El tiempo ya no premia si uno se da el lujo de conversar con el compañero de al lado o pararse a descansar, la vida aquí no funciona así, no funciona de esa manera. Después del almuerzo, todos comienzan a trabajar como desquiciados. “Ya han comido, es hora de trabajar, ¡qué más quieren!”, dice el explotador.

Es una sensación extraña la que se siente mientras se está  delante de una máquina metrallando la tela, pues, mientras vas avanzando con las telas y el reloj sigue su marcha imparable, uno recuerda con nostalgia a su familia, a sus amigos, a ese amor que ya no puede ver porque ahora estás sepultado entre telas y un jefe autoritario e hiriente. Bechember recuerda a su madre y su bello sonreír que le llenaba el alma; a su hermana que tanto amor de niña tenía para dar, pues, cuando él llegaba casa, su hermana se acercaba y le daba un gran abrazo con esas pequeñas manos que aún el tiempo no ha podido olvidar que estuvieron allí… La última prenda y ya. Ahora sí, todo está listo. Nadie se dio cuenta, pero ya la noche invadió nuevamente Lima y es hora de partir. Bechember levanta la cabeza y ya el nuevo costurero alista sus cosas, Adriana todavía está complicada con media docena, ya no hay cortadores de tela, pero las remalladores siguen trabajando; y Bechember parte.

Sale del trabajo, hay una avalancha provinciana que también termina de trabajar. Bechember, sigue, corre, toma una combi (se va casi colgado de la puerta) y veinte minutos más tarde ya está en casa.  Aún le quedan treinta y un  soles cincuenta y unos céntimos más: el pasaje le salió en total dos soles; el desayuno y almuerzo, siete soles cincuenta;  un sol de un refresco que se compró para no deshidratarse; y la menta se la comió. El dinero sí le alcanzará para tres días, pero tres días exactos, sin ni un gusto para darle a la vida, sin ningún gusto que darle a su amor selvático platónico. No obstante, Bechember sabe que no puede gastar todo, porque necesita ahorrar para más adelante tener un puesto en Gamarra, como su tío. Descuenta dos cenas de las tres, coge el dinero ahorrado y lo deposita en una pequeña tela de color rosa que le regalo su madre. Esta noche Bechember, el buen Bechember, dormirá sin comer nada, dormirá con esperanzas de que algún día todo cambie; sin embargo, quizás mañana el estómago le juegue una mal pasada…

Así es la vida diaria de Bechember. Él salió de casa con la esperanza de tener una mejor vida, pero consiguió una vida abultada, casi esclava, dehumanizada y degradante, llena  de trabajo y del mismo ambiente. Cuando llegó a Lima comprendió que nada era color rosa, sino más bien gris como el cielo. Han pasado algunos años, siete exactamente desde que Bechember llegó a Lima, han pasado doce años de dormir mal, doce años de trabajar doce horas al día, doce años de alimentarse mal, doce años…No obstante, tantos años de sacrificio siempre tienen recompensa. Bechember se casó con la charapa, esa charapa que vio desde que llegó, esa charapa que lo sedujo, esa charapa que formo parte casi entera de su vida, pues nunca conoció a otras mujeres y les aseguro que lo hace “feliz”. También logró ahorrar mucho dinero a base de sacrificio, montó un negocio pequeño en Gamarra (también en la Galería “Jean”), y ahora ¾oh azares de la vida¾ se ha convertido en el nuevo negrero que ofrece salarios por debajo de lo que se necesita para subsistir en esa esquina de la Galería “Yuyín”, que prohíbe hablar en el taller para “maximizar la producción”, que vive creando nuevos negreros. Además, al igual que su tío, Bechember fue a su tierra y, con muchas promesas de progreso y esperanza, trajo a varios de sus familiares jóvenes para que trabajen con él en Gamarra. “Papíto, allá vas trabajar conmigo, vámonos”, les dijo como a él le dijeron hace muchos años. Una vez en Lima les dijo que si no trabajan, no comerán y que hasta podrían ser corridos de la casa, pues las cosas son así en el Perú. Y ellos, al no poder hacer nada, sin conocer  a nadie más que a la gente de su familia y su reducido círculo de amigos (los mismos de su trabajo) y sin saber dónde trabajar y a dónde ir, se quedaron soportando una vida inhumana, soportando la nueva esclavitud del siglo XXI ¾algunos por años, otros por una temporada y otros solo en los veranos¾. Este es un círculo vicioso…



sábado, 5 de mayo de 2012

Los Ojos de Rafaela

para Diego de los comics sacados de su vida...

LOS OJOS DE RAFAELA

El tráfico está calmado, todo tan tranquilo como en las películas grabadas con poco presupuesto, que no tienen alta definición, en donde muchas veces el diálogo es monótono, donde se notan los ruidos ajenos a la película y donde las personas son pícaras, pero en el fondo sabemos que no existen, sabemos que nada de eso es real. Mi vida parece eso, parece una película: los hechos suceden así nomás, suceden sin que yo los advierta. Puede estar sucediendo la cosa más cataclísmica, la más genial, o la más romántica en mi vida, y yo pensando que todo es una película, siendo una espectadora que se deja sorprender, que se deja seducir. Sin embargo, trato de reaccionar en lo posible, pero cuando lo hago tengo la sensación de que la película está grabada en primera persona y que, por lo tanto, mi acción ya se hizo y no habrá riesgo en repetir la escena, entonces me pregunto una vez más si está pasando esto en verdad, y lo hago.  Ahora mismo estoy parada justo al borde de un edificio de veinte pisos, estoy en la parte más alta, y me pregunto cómo decidí llegar hasta aquí y si esto en verdad está sucediendo… Sí es real, estoy al borde del edificio a un paso de caer al precipicio, que será estar en el aire y caer, que será, cómo se verá…. Sí, estoy parada justo al borde. Me acercaré un poco más. El aire se deja sentir, el relajado tráfico deja escuchar su eco, la neblina intrusiva me envuelve, mi mente no quiere sonreír ni pensar más, y todo parece tan irreal. Mejor doy un paso más, caeré y, de seguro, todo se verá como una escena de acción de Jean Claude Van Damme. Estoy cayendo de cabeza,  pero…¿esto es real? (piso 19). El aire pasa rápido por mi cara, el aire está zumbando en mis oídos, se mete dentro de mi ropa (piso 17), despeina mi cuidado peinado, están pasando un par de carros (piso 13), una señora se ha dado cuenta que caigo y grita (piso 10). Me estoy acercando más a la tierra, afuera de mis ojos todo sigue percibiéndose como una película de los 80´, pero el suelo está cada vez más cerca (piso 05), mi cuerpo avanza más rápido cada que se acerca al suelo (piso 03). ¡Demonios!, creo que no es una película, mañana no despertaré a seguir espectando, no seré más la protagonista, no seré más Rafaela, entonces moriré (¡PUM!).