EL VIAJANTE
DE LA SOLEDAD
El
doctor Sergio camina lentamente por las calles de Buenos Aires, prende un
cigarrillo y, mientras absorbe de a pocos la esencia del humo, piensa que él,
antes que nada, a nacido para viajar por el mundo, conocer lugares, aventurarse
por el llamado del viento de norte, y no para postrarse detrás de un
escritorio; que si ciertamente puede resultar más cómodo, es una vida monótona
que no le interesa vivir —y que hasta
antes de encaminarse en ese viaje solitario e interminable había soportado—.
Era un hombre de buenas intenciones, rectitud
en el espíritu, y de cabello negro muy poblado, con cejas que marcaban las
expresiones en su rostro. Como todo
hombre de leyes, pues era un notable abogado, no poseía prejuicios en su ser: su
mente era abierta lista para cualquier proposición, de espíritu recto,
bondadoso y al cual la aventura llamaba a gritos. Ejerció la abogacía por
muchos años hasta que un día, arto de estar detrás de un escritorio,
renunció a esa vida llena de problemas ajenos que resolver y desde entonces,
con la fortuna, hecha en casi veinte
años de trabajo premeditado, correcto y efectivo se largó a dar un paseo.
El
doctor se encaminó en ese largo mundo que es ancho, pero sin el amor de los
seres que más queremos se torna ajeno. Caminó plazas, parques, largos campos,
recorrió safaris en la atrevida África, comió los platos más exóticos, tuvo el
privilegio de ver los parajes más virginales del mundo. Su sueño constante era
el de viajar y viajar, por todo el mundo y así lo hizo: deseaba ver las
diversas culturas, tradiciones, costumbres y demás creaciones sociales,
culturales que el hombre fue perfeccionando.
Un
marzo de un día que ya ni la fecha recuerdo, mientras caminaba por las nubladas
calles de la capital argentina comenzó de pronto, entre tanta gente, a sentirse
solo, a experimentar ese extraño sentimiento que, desde que inició su viaje,
nunca lo atormentó. Siguió su camino tratando de animarse con sus inseparables
cigarros, con un helado, ayudado de alcohol, en fiestas, en su propio andar, no
lo consiguió. La soledad había calado en lo más profundo de su espíritu.
¿De
qué se trataba que de tan de repente ese sentimiento cáustico, que acaba por
hacer sentir nada al hombre, se albergara ahora en el doctor? ¿Por qué justo en
ese momento de su vida en donde todo parecía marchar de maravilla y hacía de su
vida lo que él deseaba, se vino a presentar ese altercado en él?
El
hombre de letras no paró de viajar, creyó que viajando más se le pasaría, se
fue a Santiago, a Londres, a Suecia, a París, y a todo país que se le
ocurriera, pero ese sentimiento seguía allí. Entonces, ¿qué hacía falta para ya
no sentirse más solo?
Sergio
analizó los motivos, se entregó a este quehacer gimnasta en cualquier lugar en que
se encontrase. El primer día dio con la primera respuesta: no tenía esposa,
novia ni algún acompañante en su viaje, siempre andaba solo. Se le sumó,
además, los siguientes días, que a lo largo de su vida había sido no muy
sociable, entonces advirtió que, en efecto, era indiferente con los demás seres
--¿qué importa conocer más lugares si eres indiferente con los demás?, ¿qué
valor merece una actividad que solo hace feliz a uno mismo y en absoluto a los
demás, como era el viajar solo?-- reaccionaba el hombre de letras sin dejar de
tomar fotos y conocer parajes exóticos, museos, parques, ciudades.
Cierta
tarde nublada del mes de octubre, daba una larga caminata silenciosa, lenta y
solitaria —como de costumbre, fumando— por cierto parque repleto de niños en el
país vasco. Avanzaba con desidia, sintiéndose aún más vacío que el día
anterior, se sintió nada, se deshizo en
él la ley natural que hace que los seres se aferren a la vida: las ganas de
vivir lo abandonaron, el sentirse en soledad lo consumió. De repente, levanto
su mirar y se encontró con otra mirada que se fijaba en sus ojos. Era una niña,
una niña que jugaba por allí lo miraba y, ahora, le mandaba una sonrisa. El
doctor continuó su paseo y en el camino se encontró con más miradas, sonrisas,
y hasta una viejecita —¡arrugada como una pasa!— que lo estrechó entre sus
brazos. Se sintió feliz, se sintió lleno de nuevo, las ansias de vivir y de
vivir mucho más lo inundaron, estaba ¿acompañado? Sí, lo estaba. Se encontraba
en compañía de las personas que encontraba en su andar, de las personas con que
compartía un mirar, una sutil sonrisa y hasta los gestos, como el de la
abuelita, más efusivos. Entonces…, la respuesta estaba allí. La mejor manera de
no sentirse vacío y en la completa soledad es compartir, dar lo más mínimo o
todo, cualquier cosa, no ser indiferente con los otros, pues compartir,
intercambiar, dar, es una manera de estar juntos.
Al día siguiente, el doctor Sergio, que
ya tantos aviones había tomado, voló rumbo a su Lima en el primer avión que consiguió. Al llegar visitó a
parientes, amigos, compañeros, vecinos y —hasta por sorpresa— enemistades del
pasado. Con todos conversó, dialogó, rió, se divirtió, caminó, comió, y narró
las experiencias que había vivido fuera de Perú, pero —lo más importante para
aquel hombre de leyes en su travesía—
contó todo lo maravilloso, lo bello que era el compartir. Dijo que si
compartíamos ya nadie estaría ni se sentiría solo, que accionar la reciprocidad
o simplemente dar a las personas lo más mínimo de nosotros, como un gesto risueño
que nos une y esa era la mejor manera de hacer un verdadero cambio. Pues —y
esto lo pensó repetidas veces, hasta privándose de otras ideas—, las personas
estamos desunidas, somos indiferentes con los demás, actuamos como que si nadie
más existiese a nuestro alrededor sin darnos cuenta que estamos rodeados de
gente a donde vayamos y que, por eso, no hay justificación para la soledad.
Afirmó, también, que la soledad se había inventado para que los hombres después
de llegar a ese sentimiento horrendo y que hace nada al ser, nos percatásemos
de que estábamos inundados de gente y dejemos ser tan apartados e indiferentes
con los demás. Esa es la marera de llegar a un cambio: compartir —o, dar es
dar, a lo Fito Páez— era una manera de unirnos y llegar a los cambios en la
sociedad que tanto deseamos y, claro,
deben ser necesarios, pues, como profeta de leyes que era, no podía permitir
que cualquier cambio, apresurado y que desencadene una crisis, se realice.
Impartió este saber —lo es ciertamente— entre todos aquellos que conocía, pero no le
pareció suficiente: esto tiene que difundirse a más personas para que se den
cuenta que no están solos, sino más bien acompañados.
No supo por qué medio transmitir su verdad, pensó en hacerlo
por televisión, por radio, apoyándose de las redes, pero mejor era transmitirlo
directamente, y no por aparatos, pues no sentirían su calor, además, el hacerlo de persona en persona le daba más
libertad de expresarse. Casi al momento, se dio cuenta que lo que quería
expresar era un deber cuantitativo en vez que cualitativo, entonces era mejor
comunicarlo, compartirlo de manera rápida y masiva. Deliberó, meditó, caminó, fumó aun más
para ayudarse a pensar y (¡école!) dio con la manera más singular pero
efectiva: subiría a los carros a predicar el compartir y en ese trajín, de idas y venidas en diversos vehículos
rodantes, lo impartiría a personas que albergan la soledad en sí y, que como
él, viajaban. Sin embargo, todo trabajo es remunerado y tenía que sacar algún
provecho de esa labor profética, así este represente solo algo simbólico, pues
el Doctor no llegaría a casa a contar monedas sino a recontar el sentir de las
personas con las cuales estuvo acompañada:
sus miradas, sonrisas, los holas que encontraba en el camino, pues el compartir —no ser indiferente— es otra
forma de estar unidos y juntos.
Para
la mentalidad abierta de estudioso que tenía, un reto como el subir a los buses
y diversos vehículos de transporte no
era mucho pedir: no tendría que ser malo, pues poseía un habla fluido, sin
trabas, que siempre acertaba en lo bueno. No obstante, no podía negarse a sí
mismo que en un país como el nuestro, el subirse a los buses a hacer cualquier
actividad (desde dar conocimiento hasta recitar una serie de chistes baratos)
era “mal visto” por las personas. Al final importando poco todo lo que los demás pensasen, juzgasen, o
apuntasen, lo hizo: él era libre de decidir, como soberano de sí mismo, lo que
debía hacer.
Al
día siguiente, se levanto con el primer rayo de sol, hizo ejercicios, se tomó un
baño, degustó de un desayuno en casa y se fue. Pensó por un momento que ya no
tenía que pensar más y solo actuar, de
pronto se halló en un bus. Toda la gente lo miraba con atención: era extraño
que un hombre de presencia intachable, muy bien vestido, se presentara en medio
de un bus. “El amar es compartir, debemos compartir en cada instante de
nuestras vidas para, en realidad, sentirnos vivos y no solo con vida. El ser
indiferente es actuar sin percatarnos, o no queriendo hacerlo, que también
existen muchas personas con el cual podemos intercambiar algo más que solo lo económico, como un pequeño
saludo, un apretón de manos, un fugaz mirar, una sonrisa, un abrazo y —por que
no— un beso”, dijo Sergio. Al terminar el discurso, que conmovió al viajante
público, se sintió lleno de alegría, la adrenalina, la emoción lo rebalsaban:
sentía el calor de la gente a cada instante, pues veía rostros con alertas de
felicidad, caras sonrientes, niños que le miraban a los ojos —¡qué otra cosa se
podía pedir, mas que un mirar sincero y tierno como el de un niño!—, los
aplausos, y el calor de la gente cuando se está en escena. Sergio subió a miles
de buses, couster, micros, metros, incluso se animó a repartir su descubrimiento en los carros en las
horas punta, en donde los vehículos van repletos (¡repletos!) de gente, y todo
vehículo que transportaba personas para dar a conocer su pensar.
El
doctor Sergio no paró de subir y bajar de los vehículos, y de conocer a la
gente aún faltaba conocer el resto de sus días. Caminó, caminó aún más,
envejeció en el camino y siguió caminando, pero, como es sabido, los más
grandes artistas mueren prematuramente sin terminar muchas veces sus obras de
arte –¡le faltaban muchos años que vivir todavía!–. Sergio falleció en cierto
bus, que va hacía cierto distrito cuyas orillas son bañadas por las aguas
saladas del mar, mientras daba su ya sabido, pero nunca repetido de la misma
manera, recital, pues más que solo un hombre de letras era un artista: innovaba
siempre en su discurso.
Han pasado quince años desde que mi padre
murió, cincuenta años desde que él inició esa labor gratuita, solidaria,
pacificadora y fraternal de explicarnos que el compartir es una buena receta
para curarnos de la soledad, de hacer un cambio, de darnos cuenta que si
miramos hacia algún lugar encontraremos
compañía, y, por eso, era hermoso no ser indiferente con las demás personas,
pues el hombre es un ser naturalmente social, y que tiende a querer a sus
semejantes y seres que lo rodean. Mi padre, hombre de sincero y de profundo
mirar, nos dejó un domingo, pero, ese día en el que se privó del placer de
vivir, se despidió de nosotros antes de salir de casa – de mi madre, de mis
hermanos y de mí- con un gran abrazo, y también dijo que le dolía el pecho, se
fue y no volvió más. Estoy seguro que he dado este discurso miles de veces, en
muchos países del mundo y aún no termino de sorprenderme de lo amplio que puede
ser el dejar estas palabras en ustedes, y seguir encontrando nuevas
explicaciones para dar nuevamente este discurso interminable que mi padre hizo
poesía e inmortalizó en los buses. Hasta luego. Gracias.